La cena de Emaús. Hendrick ter Brugghen

30/04/2014 | Por Arguments

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LA CENA DE EMAÚS Lucas (24, 13 y ss) nos narra uno de los episodios literarios más bellos de los evangelios: el abandono de Jerusalén de dos discípulos del Rabbí, tras la ejecución de éste. Los discípulos marchan decepcionados a su pueblo, distante tan solo un puñado de kilómetros de Jerusalén. Lo hacen caminando por el polvoriento sendero. Hemos de imaginar un paisaje abrupto en las cercanías dela ciudad Santa, con olivos, vides y las mieses abundantes, suavemente mecidas por la brisa. Ya va atardeciendo. Nuestros viajeros caminan cariacontecidos, pues en verdad amaban a su maestro. El sol va bajando y alarga las sombras. De pronto, otro caminante se pone a su vera y observa la tristeza en sus semblantes. Era Jesús resucitado, pero estos discípulos no lo reconocen. Tal vez por las sombras del atardecer, o simplemente, por lo inimaginable del suceso. Cualquier caminante bien educado en los pueblos semitas, saludaría, e intentaría cortésmente iniciar una conversación. Los pobres discípulos –lo tienen en su roto corazón- narran al desconocido la historia de Jesús crucificado, en el que habían confiado, incluso durante años y ahora no les queda nada. Vuelven al pueblo. Jesús les conforta y les habla de la conveniencia de que aquel maestro padeciera. Toma citas de las Escrituras. Razona, habla amablemente y convence. Aquellos dos –solo de uno de los cuales se conoce el nombre por el relato: Cleofas- quedan pasmados, ante lo aplastante del razonamiento. Sin embargo sus ojos siguen nublados por la pena. Ya se está poniendo el sol. Jesús hace el gesto de querer continuar caminando, pero estos hombres, que han sido al menos consolados, le piden que permanezca en su destino-la pequeña aldea de Emaús- haciendo honor a la hospitalidad hebrea y como excusa, para seguir oyendo palabras tan reconfortantes. Llegados al pueblecito entran en su casa e invitan a cenar al extraño compañero de viaje. Por deferencia, dejan que el invitado parta el pan, como signo de afecto y hospitalidad. Todo padre de familia tenía un modo concreto y personal –un sello de identidad- de partir y bendecir el pan. Era como una rúbrica. Estos discípulos sabían de memoria cómo era la forma en que el nazareno y sólo él lo solía hacer. Así, al tener el pan entre sus manos, quizá entornando los ojos, el Rabbi lo parte con su peculiar singularidad tal vez murmurando una bendición. En ese momento los discípulos caen en la cuenta de que el que con ellos parte el pan es el mismísimo Jesús a quien ellos han visto morir y ser enterrado. Se quedan atónitos. En ese momento Jesús desaparece. Pero ya los discípulos lo han visto con sus propios ojos. Algo han debido intuir con anterioridad, pues dicen maravillados ”¿no ardía nuestro corazón cuando por el camino nos explicaba las escrituras?”. Tan felices están, que no soportan tanto contento y aun siendo ya de noche parten presurosamente de vuelta a Jerusalén para contar la increíble noticia cuanto antes a los temerosos apóstoles.

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