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JESÚS DISCUTE EN EL TEMPLO CON LOS MAESTROS DE ISRAEL Nos cuenta San Lucas: Sus padres [los de Jesús] solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua (2, 41). Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres (típico acto de ‘rebeldía’ inconsciente y natural de adolescente). Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que a los tres días, lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo se quedaron atónitos y le dijo su madre María: Hijo ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados. Él les contestó: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que yo debía estar en las cosas de mi Padre? Para Jesús constituyó un viaje iniciático muy relevante. Hacía unos pocos años que había sido instruido en la Torá, en la Ley. Aprendió a leer y a escribir. Aprendió hebreo. Escucharía ante el maestro de la sinagoga de Nazaret los relatos de la bondad de Dios con su pueblo. Contemplaría la inmensa misericordia de Dios, de la que él estaba tan cerca. Estudió todo lo concerniente al culto del Templo y la adoración que debía otorgársele a Yaveh, que era sencillamente espléndida. Cuando, tras días de camino, vio de lejos la hermosura y grandeza del Templo, debió quedar conmovido. Esta peregrinación era única para él, cuya alma iba llenándose de sabiduría divina. Con toda seguridad –sin perder la normalidad y el cariño con el que trataba a sus padres y parientes– hizo el itinerario con su corazón removido y rebosante de plegaria. Atisbaba lo que habían hecho personas pervertidas con los profetas de Israel: matarlos, en el mismo Templo. Se acordó de las atrocidades que gente malvada hizo con sus enviados, y –buen alumno de la Ley– se estremecería pensando en el gran crimen de Jezabel, la reina que quiso matar al profeta Elías. Y, más aún, se llenó de gozo con la misteriosa misericordia de Dios que siempre perdona.
Su emoción fue intensísima al entrar en el Templo. Le causó una triste decepción la cantidad de animales que para el sacrificio se vendían en el mismísimo Templo (aunque en su atrio exterior, como luego nos relata el propio evangelio), convertido en un mercado maloliente de reses mayores y menores y sus excrementos, así como los mostradores que cambiaban la moneda romana en siclos, única válida para el Templo. Se quedaría sorprendido al dejar a su madre en el atrio de las mujeres -también llamado de los Israelitas- y subir solo con José al atrio de los hombres. Latiría su corazón al ver -sucedía ésto solo una vez al año- al sacerdote del turno entrando en lo más central del templo, el santo de los santos, para su incensación. Y, cómo no, su alma no paraba de rezar con ardor y plena su mente con el amor a Dios. En el atrio de los israelitas, o de las mujeres, solían reunirse espontáneamente maestros de la Ley e improvisados alumnos que escuchaban la Torá y su comentario, pronunciado por las lenguas más sabias de Israel, que habían dedicado mucho tiempo a escrutar los textos sagrados. Jesús, enseguida, se paró a oírles. Qué diferencia con el viejo maestro de Nazaret, que apenas sabía gran cosa y de quien Jesús había experimentado sus límites en la sinagoga de su pueblo. Y allí, entre la multitud de discípulos, probablemente ya extraviado de sus padres, se quedó escuchando y preguntando con verdadera fe y con una deslumbrante devoción. No se cansaba de oír hablar de Yaveh. Pocos fueron tres días, en los que comería de la generosidad ajena y dormiría con su manto, bajo los pórticos del templo. Su pasión por Dios Padre le pareció lo más importante, y corta su estancia para escuchar acerca de la divinidad.
William Holman muestra a los maestros, entrados en la madurez, reunidos oyendo las preguntas del chico. Alguno de los Rabbí –que así eran llamados los sabios– sostiene el libro de la Ley. A las afueras un mendigo pide limosna, cosa típica en el Templo de Jerusalén. Su madre se acerca a él y le profiere una regañina, porque ella y José han estado muy angustiados. Pero lo hace en secreto para no humillar al muchacho –así lo ve Holman– delante de los maestros. Tanto ella como José escucharon las alabanzas de los sabios respecto del pequeño Jesús. Quedaron admirados. Desconocemos el tono, pero Jesús se defiende: debe dedicarse a las cosas de su Padre Dios antes que a cualquier persona, incluso a sus padres. Sin embargo, con humildad y obediencia (Lucas 2, 51), “bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”; y, al crecer en sabiduría, entendió que no era bueno producir tanto desconcierto a sus padres.