¿Dedicarle tiempo a Dios ayuda o perjudica el tiempo con mi cónyuge? ¿Cómo me entrego en el matrimonio sin olvidar que el fin último es Dios? ¿Soy solo un medio para la santidad de mi marido / mi mujer? ¿Puedo esperar de mi matrimonio la felicidad plena o solo de Dios? ¿Casarse por la Iglesia tiene alguna implicación en mi amor cotidiano? Al hablar de matrimonio es frecuente escuchar que los cónyuges son el camino del otro para el Cielo. Y es verdad, pero creo que es importante entenderlo bien y al completo para no caer en la idea de que el otro es solo una especie de medio, de instrumento, para la meta de mi santidad. También nos puede surgir la duda de si “nos estaremos pasando por el otro lado”, es decir, si estaremos entregándonos tanto a nuestro marido/mujer que esto acabe desbancando a Dios. En este artículo, voy a intentar mostrar que realmente no hay ninguna dicotomía entre nuestro amor a Dios y nuestro amor matrimonial.
Las personas por nuestra dignidad somos un fin en nosotras mismas, no podemos usarnos como "medios" aunque sean medios para fines buenos. Por ejemplo, a veces me he encontrado con algunas chicas —pocas, menos mal— que buscan desesperadamente un chico para casarse y hablando con ellas en la conversación sale el principal motivo: “Es que quiero ser madre ya”. Ser madre es algo buenísimo, pero no puedes usar al otro para eso, debes quererlo en sí mismo, con su capacidad de ser padre, claro, pero también con su capacidad de no ser padre (en el caso de que fuera estéril, por ejemplo). Recordemos además la “norma personalista” como la enuncia Karol Wojtyla en Amor y responsabilidad: “La persona es un bien tal que solo el amor puede dictar la actitud apropiada y valedera respecto de ella”.
Creo que la clave para entender bien eso de que “mi camino hacia el Cielo tiene el nombre de mi marido / mi mujer” puede estar en lo siguiente: la vocación matrimonial es una entrega completa a Dios a través del cónyuge. Pero esto no quiere decir que me sirvo del otro para llegar a una meta, es más bien recorrer ese camino juntos en una entrega mutua. De recién casados, descubriendo todo esto que aporta el sacramento del matrimonio a la relación, pensé: si Pablo es mi camino hacia Dios y convivo con Pablo todo el día, debería tener presente constantemente a Dios... ¡qué suerte tener un recordatorio de Dios así tan cerca! Luego, la triste realidad es que nos acostumbramos y a veces se nos olvida (como nos acostumbramos a poder comulgar cada día, o a la confesión, o a tener una imagen de la Virgen en el cuarto...); pero lo importante, como todo, es saber que eso está ahí y poner nuestro amor y nuestra lucha en hacerlo real a cada momento.
Además, como os contaba en “Mitos y pluses de casarse por la Iglesia”: “Ser el camino del otro hacia el Cielo es una responsabilidad preciosa, es lo mismo que proponernos como meta hacerle feliz, pero no solo al final de la vida, sino en cada momento. Al casarnos, nos convertimos en comunicadores del amor que Dios tiene al otro. Y si llevar el amor de Dios a la gente forma parte de la misión de todo cristiano… ¡pues con mayor motivo y de manera especial con quien compartes tu vida! Por eso, para saber si estoy amando bien, siempre es útil preguntarse: ¿Le estoy queriendo como le quiere Dios? ¿Él puede experimentar lo que le ama Dios a través de mi cariño?”.
Nuestra relación con Dios y con nuestro cónyuge están muy íntimamente relacionadas: en un estado ideal deberían llevarnos la una a la otra. Pero nuestra relación con Dios no suple la relación con nuestro cónyuge y nuestra relación con nuestro esposo no suple nuestra relación directa con Dios (y por eso es vital tener momentos para hablar con Él, encuentros en los sacramentos... donde llenarnos de su Amor, amarle y aprender a amar mejor, en primer lugar a nuestro marido, claro). También resulta básico no esperar del marido / de la mujer que nos llene como solo Dios nos puede llenar. Es injusto para el otro exigirle una plenitud que no puede dar —ni nosotros podemos darla—. Como dice el papa en Amoris laetitia: “Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida. Al mismo tiempo, el principio de realismo espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie completamente sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de cada uno —como bien indicaba Dietrich Bonhoeffer— le ayude a «desilusionarse» del otro, a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que esta libertad interior sea posible”.
En nuestra tarea de ser el camino del otro para el Cielo creo que también puede ser bueno hablar de esto con la otra persona de vez en cuando: cómo te puedo querer mejor, cómo te puedo ayudar a querer mejor a Dios, cómo me puedes ayudar tú... Con una comunicación sincera; no se trata de ser su director espiritual (ni viceversa) pero sí de acertar en nuestra vocación. Como matrimonio cristiano, nos podemos ayudar mutuamente a querer más a Dios, a crecer en las virtudes y en nuestra vida cristiana... y lógicamente cuanto más cerca estemos de Dios, mejor será nuestro amor y cuanto mejor nos queramos, también eso nos acercará a Dios.
“Es una honda experiencia espiritual contemplar a cada ser querido con los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él. Esto reclama una disponibilidad gratuita que permita valorar su dignidad. Se puede estar plenamente presente ante el otro si uno se entrega «porque sí», olvidando todo lo que hay alrededor. El ser amado merece toda la atención. Jesús era un modelo porque, cuando alguien se acercaba a conversar con él, detenía su mirada, miraba con amor (cf. Mc 10,21). Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya que sus palabras y gestos eran expresión de esta pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Eso se vive en medio de la vida cotidiana de la familia. Allí recordamos que esa persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz de «suscitar en el otro el gozo de sentirse amado»” (Amoris laetitia, 323).