Ecce homo. Valdés Leal

18/04/2015 | Por Arguments

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ECCE HOMO La figura del “Ecce Homo” es una escena recurrente, especialmente en el barroco español. Se pinta y sobre todo se esculpe. Teresa de Jesús afirma que se convirtió al contemplar una escultura así. Los artistas quieren plasmar de este modo a todo hombre sufriente, y hacer reflexionar sobre el sentido del dolor humano ante la pregunta ¿Por qué tengo que padecer esto yo? Desde el prendimiento han acontecido muchos sucesos a Jesús. Ha sido juzgado por el Sanedrín, por el Sumo Sacerdote y también –por razones de protocolo– por el antiguo Sumo Sacerdote, no reconocido por la autoridad romana, pero respetada su influencia por el pueblo llano. Ha sido golpeado, escupido. Han lanzado falsos testimonios contra él. Finalmente –y dado que el autogobierno de Israel es una pantomima– lo han entregado al Gobernador de la provincia romana, Poncio Pilato. Éste, intentando congraciarse con el pueblo, lo remite al tetrarca de Galilea, al reyezuelo títere de Roma: Herodes, hijo de Herodes el Grande, el cual se ríe despreciativamente del galileo. Vuelve a las autoridades romanas. Poncio Pilato sabe que lo han entregado por envidia. Intenta zafarse. Procura que su último recurso antes de salvarlo de la muerte sea el castigo humillante de la flagelación. Permite que sus soldados lo azoten y se burlen de él. El resultado es lo que pinta Valdés Leal: un hombre coronado de espinas, flagelado, teatralizado con un manto viejo de púrpura, color propio de los reyes, que ha sido colocado por los soldados para reírse del reo; con un cetro de caña también para que parodiaran su realeza… (cfr. Marcos 15, 17). Pilato presenta al pueblo de esta manera a un ser deformado por los suplicios: “Ved aquí al hombre” (Ecce homo). Pero los príncipes de los judíos gritan que quieren su muerte en el vergonzoso patíbulo de la cruz. Pilato teme una revuelta del pueblo y con menoscabo de su poder, lo tolera cobardemente, por miedo. Se lava las manos a la vista del pueblo en un gesto que quiere subsanar –sin lograrlo– su inocencia. Fue cómplice del asesinato (cfr. Juan 19, 5). Condenó a muerte a Jesús, lo cargó con un enorme madero y su guardia lo guió camino del Gólgota, pequeña roca a las afueras de Jerusalén donde los criminales eran ajusticiados. ¿Qué hacía mientras tanto Jesús, sólo y abandonado? Jesús callaba, aceptando con horrible dolor la voluntad de Dios.

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