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EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES DEL TEMPLO El Templo de Jerusalén era un lugar de central importancia. Construido primeramente por el Rey Salomón, sufrió muchas vicisitudes y fue destruido en varias ocasiones. El Templo constituía propiamente el centro de culto de los israelitas. Las sinagogas, dispersas en cada población, eran lugares, sí, para rezar, pero únicamente en el Templo oficiaban sacerdotes y se inmolaban los sacrificios. La estructura del Templo se conoce por estudios arqueológicos. Estaba compuesto de tres patios concéntricos y en el medio existía un edificio cuyo interior albergaba lo que era llamado el “Santo” y –separado de él, por una enorme cortina, llamada “Velo del Templo”– otro habitáculo contiguo llamado el “Santo de los Santos”. Inicialmente –antes de su saqueo–, allí se encontraba el Arca de la Alianza, en cuyo interior estaban las tablas de la Ley, entregadas a Moisés, algo de maná, que era el pan enviado por Dios a los israelitas, cuando huyeron de la cautividad de Egipto y la vara de Aarón. En tiempos de Jesús ya no había nada, a causa de los sucesivos expolios. No obstante, la fe judía tenía la certeza de que en el Arca, de manera misteriosa, habitaba la presencia de Dios. Los atrios, de afuera hacia adentro, se llamaban: el atrio de los gentiles, al cual se permitía acceder a todo hombre de buena fe; después venía el atrio de los israelitas, donde solo podían penetrar los que pertenecieran al pueblo de Dios. Y un tercer atrio interior llamado de los sacerdotes, donde únicamente podían entrar los varones y los sacerdotes, con acceso al Santo para oficiar el culto. Allí se encontraba el altar de los holocaustos. Todo israelita fiel ofrecía sacrificios en el Templo, para lo que acarreaba o adquiría un animal o bien pagaba según lo previsto. Las compras no podían hacerse más que en monedas del Templo, que eran los siclos, por lo que, si los fieles manejaban monedas romanas o griegas, debían cambiarlas primero. Al cobijo de estas necesidades, en el atrio de los gentiles –ya dentro del recinto del Templo– se había organizado un mercado donde se vendían reses, palomas y otros animales, e iban y venían mercancías de toda clase. También había puestos de cambio para que los peregrinos pudieran operar en siclos. Con el tiempo, ese uso se convirtió en abuso. Cientos de reses pululaban por el atrio, con sus correspondientes excrementos, mugidos, balidos y malos olores. Se hacían las transacciones a voz en grito, o se vendía la mercancía proclamando sus bondades sin ningún pudor. Los cambistas cobraban una comisión por el cambio, que en ocasiones era abusiva. Es decir, en el mismo Templo había un mercado en toda regla, con animales y gente haciendo negocio, aprovechándose del culto. Claramente una corruptela que las mismas autoridades del Templo veían reprochable. Si bien, constituía una estructura bastante inamovible, donde seguramente menudeaban ocultos intereses. Jesús ya había visto esto con sus doce años. Y luego lo vio más veces cada ocasión en que subía a Jerusalén. Pero sucedió que Jesús, en uno de los viajes en los que se acercó a la ciudad santa (Juan 2, 14), “Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo, y arrojó a todos del templo con las ovejas y bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas y dijo: (Marcos 11, 17) ¿No está escrito: mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Vosotros en cambio la habéis convertido en una cueva de ladrones”. Jesús, ejemplo de paz y mansedumbre, no soporta ese estar sacrílego en la Casa de Dios y hace, con justa indignación, lo que nadie tenía la audacia de hacer por considerarlo “políticamente incorrecto”, aunque no estuviesen de acuerdo. Es tal el celo del Señor que el heraldo de la paz se transforma aparentemente y no puede menos que hacer un látigo de unas cuerdas para derribar todo aquel tinglado. La escena tuvo que ser terrible. El prestigio del Rabbí era tal que nadie contrarrestó la acción. El Greco pinta al Señor con rostro de mansedumbre y a los mercaderes paralizados, mirándole con tremendo asombro y, sin duda, viendo su majestad. Pero a Jesús no le importa el qué dirán, pues sabe qué es lo que tiene que hacer. Nadie se atrevió a defenderse, cómplices de algo que aceptaban aún a sabiendas de estar en lugar sagrado.