Jesús, tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? (Lc 17, 17). Soy uno de los nueve idiotas que no volvió, que se perdió lo mejor de la historia, que se aburrió antes del final y no quiso escuchar la parte más bonita. Nunca seré capaz de arrepentirme suficiente.
Benjamín nos había hablado de Jesús. Teníamos tantas ganas que nos dejamos embaucar. Yo pensaba desde el principio que no era una buena idea. Estaba demasiado carcomido en mi interior por la desesperación, la rabia, la rebeldía por lo que había sido mi vida: todo dolor, todo soledad, todo amargura. Había hecho de mi vida una queja continua. Todo me ofrecía oportunidades para saciar mi sed de quejarme. Nunca buscaba soluciones para nada. Todo era inútil. Iba cavando mi propio agujero más y más hondo. De algún modo buscaba culpables para todo lo que me pasaba, aunque, en realidad, yo me sentía el más culpable de todos. Era claro que mi actitud no arreglaba nada pero estaba bloqueado. Después de refunfuñar mucho me rendí. Al final fuimos a ver a Jesús. Creo que había mucha curiosidad y una pizca de esperanza en nuestros corazones. Aunque no lo admitiéramos, ni lo mostráramos, estábamos muy nerviosos. ¿Y si funcionaba? ¿Y si realmente era el Mesías y nos curaba?
Entonces fue cuando le asaltamos. No se me olvidará la mirada de Jesús. Era la primera vez que no veía una mueca de asco, de repugnancia. Me había acostumbrado a ellas y por eso huía de la gente. No me gusta que la gente lo pase mal, pero me rompe por dentro que no se den cuenta cómo lo paso yo. Con Jesús fue lo contrario. Con un instante me transmitió con su mirada que estaba conmigo, que entendía todo mi sufrimiento, que no me recriminaba mi actitud y que me ofrecía su mano para salir de ese lamentable estado. Tenía el corazón lleno de lepra, paralizado, lleno de heridas no curadas. Era incapaz de dejarme querer. Sin darme cuenta fui yo el que apartó la mirada. Me rebelaba ante el hecho de que Jesús veía ese dolor y no hacía nada, al menos externamente. Le exigía que me curara si de verdad me quería. Prefería que no me mirara con tanto cariño y me sanara todas mis heridas. Cuando nos dijo que fuéramos a los sacerdotes confirmé mis sospechas y en parte me alegré de que no nos curara. Benjamín me iba a oír. Jesús no era más que un embustero que había jugado con nuestros sentimientos y nuestro dolor sin ningún respeto.
Ya estábamos alejándonos de aquel lugar infame cuando empecé a notar que algo sucedía en mi piel, siempre irritada y siempre llena de picores. Me miré las manos y no vi rastro de la lepra. No podía ser, me froté los ojos y comprobé que estaba despierto. No podía creérmelo. Un sentimiento de alegría brotó en mi corazón y reconocí que no sentía nada parecido desde hacía años. Era como si toda la alegría almacenada en una presa tratase de romper el dique de mis quejas para convertirse en un río embravecido de luz y de paz. Estaba tan bloqueado que no vi salir corriendo a Benjamín. Me hubiera encantado ir a darle las gracias a Jesús, pero también quería pedirle perdón. Le había juzgado, criticado y calumniado. No tuve la valentía de reconocerlo. Me daba mucho miedo su reacción. Todavía no me fiaba de él. Soy muy inseguro y me costaba creer que todo fuera realidad. Pasados los días me lo encontré, mejor dicho le busqué y le asalté de nuevo. Empecé a pedirle perdón, pero no me dejo decir nada, me abrazó, me besó las manos y me dijo que era muy feliz de volver a verme. Que le encantaba verme curado y feliz y que me agradecía infinitamente que hubiera vuelto. No podía dar crédito a mis oídos. Jesús dándome las gracias. La lepra me ha debido de afectar al cerebro y creo que me he vuelto un chiflado, pero estoy feliz.