"Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz" (Mateo 27, 32)
¡Por fin había terminado mi trabajo aquel viernes! Volvía feliz a mi casa pensando en el descanso del sábado, en mi mujer, en mis hijos Alejandro y Rufo. Vi un tumulto, un alboroto tremendo y mucho polvo, gritos y golpes. Había demasiada gente para ser algo bueno. Traté de evitar el revuelo tomando un atajo y allí me encontré con dos mujeres y un chaval que corrían en dirección contraria. Se dirigían hacia el lugar de donde provenía todo el escándalo. Traté de disuadirlos pero no hubo modo. Al final el chico me dijo que la mayor de las dos mujeres era la madre de uno de los ajusticiados: lo iban a crucificar. Traté de olvidar todo lo que había oído. Yo no tenía la culpa de lo que estaba ocurriendo. Di pasos más largos para escapar de allí, pero mi corazón estaba ya camino al Calvario. De repente oí un grito muy fuerte detrás de mí: ¡eh tú! Ni me di la vuelta. Había mucha gente empujando a mi alrededor y el tono no era precisamente el de un amigo. Entonces sentí una mano fuerte que me agarraba del brazo y una voz romana que me decía. ¡Nos vas a ayudar! Sabía lo que eso significaba y traté de parecer cortés y desconcertado. No surtió ningún efecto. Entonces me enfadé. Hacía mucho tiempo que no gritaba así, que no increpaba a nadie de esa forma y con semejantes palabras. No me reconocía a mí mismo al oír mi voz, mis alaridos.
Me llevaron junto al reo que yacía en tierra aplastado por la Cruz. ¡Levántalo! Me dio tanta pena que olvidé rápidamente mi enfado. No quería colaborar con los romanos en su tortura pero ayude a Jesús a levantarse. Entre los dos tomamos la Cruz. No sé cómo explicar lo que sentí cuando me miró. Su mirada reflejaba una mezcla de agradecimiento y paz. Me atrevo a decir que había incluso asombro. Imagino que un hombre tan solo y con tanto dolor es más sensible para reconocer un corazón amigo, una ayuda por pequeña que sea. Yo le estaba llevando a la muerte pero me lo agradecía. Todah rabah (muchas gracias), parecía que quería decir. Era como si me conociera. Como si hubiéramos sido amigos desde la infancia.
No era cortesía, me dio la sensación de que pensaba que le iba a salvar. Quise desmentirlo, evitar equívocos. Sin embargo, él sabía perfectamente a dónde íbamos, cómo acabaría todo. Pero es verdad que su cara y su mirada manifestaban tanto agradecimiento... Fue entonces cuando mi actitud cambio radicalmente. Me sentía feliz de poderle ayudar y acompañar en semejante trance. Desapareció la queja, se esfumó el miedo, huyó el temor. Ya solo me fijaba en Jesús, en sus ojos, en sus manos. Estaba cubierto de heridas, pero todo él era un «gracias» viviente. No sonreía pero su corazón bombeaba paz y serenidad. Sus músculos no permitían esos lujos pero yo intuía que era feliz, su dolor tenía sentido. Era un hombre con una misión, una meta y un deseo irrefrenable por llegar a ella.
Nadie lo hubiera podido detener. Ninguna fuerza era capaz de encadenarle. Ningún soldado se interpondría en su lento pero decidido caminar. Y yo tenía la suerte de agarrarme a la Cruz para llegar a la meta con él, para ayudarle a salvar a toda la humanidad. No quiero parecer presuntoso, y menos serlo, pero mi ayuda ha sido clave, mi contribución ha sido necesaria, mi intervención decisiva. Y él me pagó con una mirada que no voy a olvidar, una mirada de agradecimiento porque le ayude. El me estaba salvando y encima me lo agradecía. ¿Quién es capaz de amar así?