"Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua", (San Juan 19, 31-37)
El viernes estaba de guardia. No me gusta estar trabajando cuando hay ejecuciones. Aquel día prometía ser otro mal trago, incluso para un soldado romano con bastantes años de carrera y miles de experiencias amargas a cuestas. Lo que más me suele costar es que las ejecuciones no sean rápidas. No entiendo por qué tiene que ir muriendo poco a poco un reo. Por qué no se le puede ahorrar tanto dolor en medio de una situación tan trágica y en momentos tan difíciles. Se producen situaciones muy violentas y no digo nada si hay familiares presentes.
Cuando vi el tumulto que acompañaba a ese Jesús, supuse lo peor. Me enfrentaba a un día largo y complicado. Es muy difícil tener ilusión en un trabajo como este. Al despertarme aquel viernes de madrugada maldije mi turno. ¿Por qué tenía que sufrir yo por culpa de ese reyezuelo de los judíos? ¿Por qué no podía trabajar en otro lugar, con otra gente y en circunstancias más agradables? ¿Qué había hecho para merecer tan mala suerte? Estos pensamientos claramente no me ayudaban a ir al trabajo. Desde el primer instante en que vi a Jesús comprobé que esta ejecución no sería normal. Había demasiado odio flotando en el aire. Las masas estaban exaltadas. Hacía años que no veía a mis soldados tan asustados.
Ante las dificultades me suelo crecer. Empecé a dar órdenes. Los soldados con miedo necesitan mucha claridad y seguridad. Traté de imponer un ritmo vigoroso a la procesión que nos llevaría al Calvario. Quería que nuestro reo no padeciera la crueldad de esos desalmados. Era viernes, la semana estaba vencida. Acabaríamos nuestro trabajo y cada uno se iría a su casa a descansar y a olvidar. Entonces me encontré con un grupo de mujeres y una de ellas capturó mi atención. Supe que era la madre del ajusticiado. Eso es lo que más me impresiona. Después de lo que ese hijo le habría hecho sufrir.... No soporto que las madres estén ahí también en ese momento. ¿Es que no pueden olvidarse de sus hijos? ¿Acaso no serían mucho más felices? ¿Por qué dejarse atormentar si ya no había nada que hacer?
Maria, así me dijeron que se llamaba, sufría y se tambaleaba. No he visto nadie con una apariencia tan frágil y a la vez tan fuerte ante un tormento como el de la Cruz. Había algo en ese viernes que se me escapaba. Todo lo que sucedía ocurría como en un mundo oculto para mí. Se me escapaba algo pero no sabía qué era. No me cuadraba nada. Tuve la sensación de ser un extraño. Me sentía excluido de algo impresionante y que podría cambiar mi vida. No puedo decir que tuviera ganas de ser parte de ello, porque solo veía dolor. Sin embargo, eso era lo que me extrañaba. No me producía ningún rechazo. Me atraía lo que había detrás del muro, lo que escondían esos pobres judíos aplastados por el drama y la tragedia. Desprendían paz. Sus lágrimas no contenían rencor, venganza ni odio.
Llegó la hora casi sin darme cuenta. Tanto quejarme de lo lento que era todo. Aceleramos la muerte de los dos reos que acompañaban a Jesús, pero con él no hacía falta. Entonces con la lanza atravesé su costado y se abrió la puerta del misterio, se derribó el muro que me ocultaba la razón de todo, mejor dicho, el corazón de todo. Entendí por qué había paz, consuelo y un sereno gozo en semejante situación. Estaba desconcertado y sin darme cuenta abrí la compuerta. Se me mostró el secreto de un hombre que amaba hasta donde no es posible imaginar, un hombre que amaba como Dios y un Dios que sufría como un hombre. Y me convertí en un centurión que lloraba como un niño y en un niño que encontraba su escondite más buscado y anhelado.