"Fue también Nicodemo -aquel que anteriormente había ido a verle de noche- con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras", (Juan 19, 39).
Yo siempre buscaba a Jesús por la noche. Para mí ese momento siempre ha sido mágico. En la oscuridad me muevo con más soltura. Cuando todos duermen me suelo activar. Me encanta conspirar. En cambio por las mañanas soy hombre muerto. Hasta media mañana no sé ni cómo me llamo. Por eso cuando descubrí que Jesús por la noche estaba disponible empecé a buscarle en esas horas de paz y sosiego. No me gustan nada las multitudes. Me ponen muy nervioso. He visto demasiadas veces cómo nos exaltamos cuando perdemos la identidad en medio de un grupo anónimo. Yo mismo lo he aprovechado cuando era joven para tirar piedras sin ser identificado o robar manzanas en medio del tumulto del mercado. En esas confidencias con Jesús había grandes silencios. Nos escuchábamos muy a gusto y casi nunca nos interrumpíamos. Mejor dicho, él nunca me interrumpía, yo alguna vez sí.
Le fui preguntando todo lo que no entendía. Para un rabino como yo es muy complicado entender cómo Dios todopoderoso nos quiere a cada uno hasta el extremo de hacernos hijos suyos. Solo después de muchos años mi dura cabeza logró asomarse a esta realidad maravillosa. Me empeñaba en aplicar mis categorías a las palabras de Jesús, que eran simples pero misteriosas. Creo que lo que más me servía era la cara que ponía y la paciencia con que me repetía una y otra vez lo mismo. Yo parecía un niño con pocas luces a quien hay que repetir las mismas cosas mil veces. Cada vez Jesús buscaba nuevos ejemplos, palabras diferentes, comparaciones más atrevidas. Sobre todo parecía que cada vez era la primera, la misma ilusión, la misma pasión y él mismo entusiasmo para hablar y transmitir el amor de su Padre por cada uno sin distinción.
Cuando Jesús se convirtió en un objetivo del Sanedrín, traté de disuadirle de ir a Jerusalén, pero retomó el tema que tanto le apasiona: dar la vida por los amigos. Muchas veces quise pedirle que me pusiera un ejemplo porque me parecía una imagen preciosa, una bonita metáfora pero algo utópico. No me atreví, pero él debió de leer mi pensamiento. El viernes en que murió entendí el realismo de sus palabras. Sabía que lo hacía por mí. Tantas veces me había llamado amigo, me había acogido como uno de su grupo más íntimo, me había confiado sus secretos. http://www.arguments.es/wp-content/uploads/vocacion/2020/04/El-descendimiento-Caravaggio-300x224.jpg" alt="" width="570" height="426" />Tanto amaba Jesús a Nicodemo que todo le parecía poco. A mí me resultó muy sencillo después de tanto cariño, buscar el permiso de Pilatos, enterrarlo y acompañar a Maria. Era la imagen viva de su hijo. Mejor dicho, Jesús era clavado a su madre, y más todavía cuando sonreían. Reparar de algún modo lo que el Sanedrín había hecho me parecía la mejor conspiración posible y encima al límite del sabbat que se nos echaba encima. Todo eran alicientes. Estaba delante del cariño más inmenso que se pueda contemplar. Estaba devolviendo a Jesús tantos favores. Lo único que me pesaba es que ya no volvería a tener esas conversaciones por las noches y las lágrimas no paraban de regar mis ojos. María trataba de consolarme. No daba crédito a lo que veía, me sentía un hermano de Jesús al que su madre consuela a pesar de que su dolor es infinitamente mayor. Lo mejor de todo es que estaba equivocado. Nada más resucitar, Jesús me buscó una noche y tuvimos la mejor conversación de todas, la definitiva. Y además descubrí que a él le hacía todavía más ilusión que a mí.