"Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”, Éxodo 3. Cuando le preguntan a Cristo por la resurrección de los muertos este responde con el pasaje del Éxodo arriba citado. Esta respuesta, que nos puede parecer que nada tiene que ver con lo preguntado, nos da una clave del tema que vamos a tratar hoy, la Comunión de los Santos. Si miramos en el Catecismo (946-959) podemos encontrar dos sentidos con respecto a la Comunión de los Santos, el primero de orden material-sacramental (la comunión de las cosas santas) y un segundo orden más personal (la comunión entre las personas santas).
Creo importante aclarar que con “personas santas” no se refiere únicamente a las personas que ya están en el cielo, sino a todos los bautizados. Esto último se comprende mejor a raíz de las palabras de San Pablo cuando, en sus cartas, saluda “a los santos que peregrinan en…”, se refiere a los que han sido santificados por la gracia de Cristo en el bautismo. De todo lo que cabría decir de este extenso tema (la comunión de los fieles en torno a los sacramentos y carismas, la relación entre los fieles, la comunión en la caridad, la relación con los difuntos de la Iglesia Purgante…) he querido centrarme en la relación que tenemos con aquellos “que nos precedieron con el signo de la fe”, los que llamamos, propiamente, Santos.
En nuestros tiempos hemos perdido un poco esta dimensión. Antes existía la costumbre de poner a los recién nacidos el nombre del Santo del día, esta costumbre pronto evolucionó y la gente bautizaba a sus hijos con nombres de otros Santos. Esta bella costumbre tiene, entre otras cosas, el propósito de encomendar nuestra vida al cuidado intercesión del Santo cuyo nombre nos ponen. Ellos no están muertos pues Dios no es Dios de muertos sino de vivos, como recuerda el pasaje con el que empecé esta reflexión.
Muchas veces nos sentimos solos y perdidos, pero esto no es así, ni siquiera en el dolor y en la oscuridad, Dios está siempre con nosotros. También los Santos velan por nosotros, nos cuidan, nos dan consuelo, nos alientan, en definitiva, se preocupan por nosotros. Aquí puede surgir dudas muy normales, si muchas veces me cuesta comunicarme con la gente de mi alrededor. ¿Cómo puedo comunicarme con los Santos? La oración es la vía ordinaria para poder entablar amistad con los Santos, también leer sus vidas a través de buenas biografías ayuda a conocerlos mejor. Ellos nos acompañan, porque somos parte de la misma familia, todos somos Iglesia. Nos alientan, porque saben que nuestras fuerzas no son suficientes. Nos comprenden, porque ellos han pasado por las mismas pruebas que nosotros. La oración es ese punto de encuentro misterioso. Hay un himno de la Liturgia de las Horas que ilumina mucho está realidad: el del Sábado de la II semana del salterio podemos leer (y rezar) “Padre nuestro, padre de todos, líbrame del orgullo de estar sólo. No acudo a la soledad cuando acudo a la oración pues se que estando contigo, con mis hermanos estoy y sé que estando con ellos Tú estás en medio Señor. Allí donde va un cristiano no hay soledad sino amor, y lleva toda la Iglesia dentro de su corazón, y dice siempre nosotros, aún cuando dice yo”. En la vida eterna podremos ver cuánto nos han ayudado la oración de nuestros hermanos cristianos y también el bien que ha hecho la nuestra.
Otro problema que podría surgirnos es el pensar que cómo es posible esto. La respuesta en realidad es sencilla, como se dice más arriba la comunión de las cosas santas (los sacramentos) tiene como uno de sus frutos la comunión de los que participan de ellos, cuando celebro la Santa Misa me uno a todos los cristianos de todos los tiempos (¡también con los futuros que aún no han nacido!). Para Dios no existen barreras ni siquiera de espacio y tiempo, la oración de una comunidad de Carmelitas perdidas en algún pueblecito de España pueden salvar un matrimonio a miles de kilómetros, los ofrecimientos de un enfermo pueden salvar a alguien que tal vez, en otro extremo de la tierra esté sumido en la desesperación. Tratemos de vivir esto en nuestro día a día, con la conciencia de que nos tenemos los unos a los otros, como decía San León Magno, “Dios no tiene fronteras porque el Amor no admite barreras".
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