Intento imaginarme el momento: el sudor frío recorriendo mi frente, los nervios, el miedo, la confusión y el dolor, el desconcierto y quizá, quizá un leve atisbo de esperanza… Y luego las dudas: “No estoy lista para esto. ¿Qué dirá mi familia? ¿Qué será de mi vida profesional? No estoy casada…¿Es justo traerle a este mundo? ¿Qué será de él o ella? ¿Y de mí?”. Intento ponerme en situación. Por encima de todo esto, la duda que dominaría mi mente sería: “Y ahora, ¿qué hago?”. Supongo que serán miles las reacciones, como miles son las situaciones que rodean a un embarazo inesperado. Sin embargo, cada vez que intento imaginarme, comprender por qué una madre podría tomar la decisión de abortar a su hijo, me convenzo de que, sin lugar a dudas, ella piensa que está haciendo lo correcto, que es lo mejor para ella y para su hijo/a.
Quizás nos hace falta profundizar en esta dura verdad: muchas personas no quieren traer una vida a este mundo que se les presenta duro y cruel, porque no quieren tener que enfrentar a su hijo a una vida que para ellas, muchas veces, no vale la pena. Y aquí, precisamente aquí, es donde a veces vamos un poco flojos. Con toda nuestra insistencia sobre el respeto a la vida, el deber de la madre, el derecho del hijo e infinidad de cuestiones más -todas ellas de suma importancia- nos olvidamos de una cosa fundamental: tenemos que lograr que estas madres quieran vivir su propia vida y así, solo así, querrán que sus hijos vivan las suyas.
A veces, puede parecer que en nuestro afán por salvar la vida del no-nacido nos da igual una vida dolorosa, una vida de sufrimiento, que una buena vida, y no es así. Por encima de la muerte, la vida. Pero la vida para que sea vida buena. Por eso, no solo tenemos que decir a las madres que esa vida es siempre valiosa, sino que además de ser valiosa, ¡también puede ser dichosa! Madre, tú quieres que tu hijo nazca porque la vida puede ser hermosa, la vida puede valer la pena y puedes querer traer a tu hijo a este mundo porque, con todas sus inmundicias, en este mundo aún hay cosas bellas por ver.
Por eso, una parte esencial de nuestra misión pro-vida está en divulgar y vivir la buena vida, la vida en la que aún caben sonrisas, la vida que conoce el sufrimiento y sabe encontrar la felicidad incluso ahí, la vida que goza, que gusta de las buenas fiestas y de la agradable compañía, la vida que no dice que no a una cerveza con los amigos, la vida que sabe encontrar el cielo en los pequeños momentos.
Defender la vida también es promover la risa y las canciones cantadas a pleno pulmón. Defender la vida no es solo defender 9 meses de gestación y un nacimiento. Defender la vida es defender la alegría de vivir y de disfrutar de todo lo bueno que ésta nos ofrece. Y de saber llevar lo malo, eso también… Por eso, y aunque lo que he dicho pueda parecer insustancial, me gusta recordar unas palabras que escuché una vez a un sabio profesor: “Recuérdese, no se vive para morir sino para vivir más”. El fin de la vida no es la muerte, sino la vida misma. Una vida que no tiene frente a sí nada más que la muerte, no es vida, sino renuncia a la lucha. Porque la vida está hecha para vivirse, no para esperar agonizante el final. Y está hecha para vivirse bien, porque puede ser vivida así y es nuestro deber como defensores de la vida mostrarlo a todas aquellas futuras madres que sufren preguntándose si es justo traer un hijo a este mundo. Y la mejor, y probablemente la única manera de demostrarlo es con la vida misma: nuestra propia vida. Por todo esto, muchas veces la mejor campaña por la vida será una sonrisa.