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Desde que llegué a Nueva York he estado trabajando en la oficina que la organización con la que estoy colaborando tiene en el Bronx. Esta semana, antes de iniciar mi jornada en uno de nuestros centros, me he acercado a una clínica abortista para repartir información e intentar disuadir a las madres, aunque no siempre es fácil.
A lo largo de la mañana, son muchas las chicas que entran al abortorio con una vida en su interior y salen de él vacías. Mi voluntariado en Estados Unidos me está brindando la oportunidad de conocer de primera mano a mujeres que han pasado por el trauma del aborto. Gracias a sus testimonios, puedo asegurar que el que sienten no es sólo un vacío físico –la vida de un hijo-, sino también un vacío emocional. Hace dos días, una joven afroamericana entró en la clínica donde me encontraba repartiendo panfletos, acompañada de una amiga con la que estuvo riendo de camino a la puerta. Una hora después, cuando salieron del abortorio, la chica embarazada ya no sonreía. Le pregunté si se encontraba bien y me dijo que sí, pero supe que no era cierto cuando, minutos después, volví a toparme con ella: lloraba desconsolada.
Durante el tiempo que he pasado frente a la clínica, me he fijado en una serie de detalles que no dejarán de sorprenderme. Casi todas las chicas que van a someterse a un aborto entran a los centros con la mirada fija en el suelo. Cuando salen, no acostumbran a hacerlo por la puerta principal, sino por la trasera. Es triste pensar en el trato que reciben estas madres una vez que se ha puesto fin a la vida de sus hijos: después de ‘pasar por caja’ dejan de importar.
También resulta llamativo el hecho de que los llamados prochoice reivindiquen la libertad de decisión de las mujeres y, sin embargo, requisen cualquier información sobre el aborto. Los folletos que conseguimos dar a estas madres terminan en la papelera nada más entrar en el abortorio. Antes de que puedan leer nada, se les quita todo lo que hayamos podido facilitarles.
Otro de los temas que me he planteado estos días es el hecho de que haya personas que mantienen su puesto de trabajo pagando un precio muy alto. El primer día que pasé frente a la clínica, tuve ocasión de hablar con el guarda de seguridad. Lejos de intentar entender mi postura con respecto al aborto –cualquier intercambio de opiniones, desde el respeto, es muy enriquecedor-, me dijo que la presencia constante de personas provida como yo, frente a las puertas del abortorio, podía hacerle perder su puesto de trabajo.
Solo en el estado de Nueva York, más de una treintena de centros clínicos practican abortos. Las situaciones que se suceden cada día entre esas paredes suponen un drama que se nos escapa de las manos. Mientras decenas de niños pierden la vida, y cientos de madres se sumen en la oscuridad, en la calle la vida continúa. Por eso, a veces sientes que las horas que pasas frente a las clínicas no tienen repercusión. Sin embargo, es importante que las personas que trabajamos en favor de la vida recordemos lo que señaló en una ocasión la Madre Teresa de Calcuta: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota”.
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