Alejandro Navas es licenciado y doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Dirigió el Departamento de Comunicación hasta 2005 y en la actualidad imparte la asignatura de Sociología a alumnos de Comunicación de este centro.
El profesor Navas ha abogado este martes por hacer público y participativo el "necesario" aunque "difícil" debate en torno al aborto, cuyo ocultamiento implica una "cierta crispación" que se observa en la vida social española. Hace poco ha presentado su libro: El aborto, a debate.
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Se trata de un fenómeno paradójico, que contradice la tendencia general de nuestras sociedades democráticas. Asociamos democracia con debate libre y con transparencia. Se supone que los gobiernos darán cuenta de su gestión y que la ciudadanía lo exigirá, en el caso de que las autoridades intentaran eludir esa obligación. El secretismo anida siempre en el corazón del poder, como decía Elias Canetti.
Poco a poco hemos conseguido normalizar una cultura de la transparencia y de la rendición de cuentas, en el ámbito político y en la sociedad en general, desde el consentimiento informado de los pacientes hasta las cuentas del fútbol. Esa tendencia general, tan positiva e incluso necesaria, parece conocer una sola excepción: la cultura de la muerte. Sobre el aborto se ha tendido un tupido velo, para que nada trascienda al exterior.
Esa opacidad comienza con los datos sobre la práctica abortiva: las autoridades sanitarias no tienen interés por averiguar el número de abortos practicados. Las cifras que publica cada año el Ministerio de Sanidad son incompletas, lo que no parece molestar a nadie. Si un profesor de secundaria “se atreviera” a proyectar en clase de Sociales o de Ética un vídeo sobre el aborto, se expondría a una denuncia y a un expediente. No se permite que nadie rompa esa ficticia paz y nos muestre la realidad del aborto.
La psiquiatría oficial, por ejemplo, se niega a admitir la realidad del síndrome post aborto, a pesar de que tantas mujeres sufren trastornos por esa causa. En el fondo, nuestra sociedad, tan civilizada en tantos aspectos, sabe que el aborto es una práctica sangrienta y criminal, y pone todos los medios para que esa contradicción no aflore a la superficie.
Habría que replantear los términos del debate. El progreso ha sido el gran mito de la modernidad, el equivalente de la Verdad y del Bien en la cultura clásica. Cualquier tesis, opinión, programa o candidato que enarbolara la bandera del progresismo ya no tenía que argumentar más: la idea de progreso “bendecía” automáticamente cualquier propuesta.
El siglo XX, con su inquietante combinación de civilización y de barbarie, ha sacudido esa fe ingenua en el progreso necesario e ilimitado. La ciencia y la tecnología, magníficos logros de la modernidad, pueden volverse contra el hombre. El ideal político tecnocrático, que prometía un gobierno científico de la sociedad, engendró los totalitarismos más despóticos y sanguinarios.
Hoy nos sentimos escarmentados. No hay un Progreso, en mayúscula y en singular. Distinguimos más bien progresos, en minúscula y en plural, en determinados campos, que conviven con retrocesos en otros aspectos. Hablar de progreso o de retroceso exige delimitar el ámbito al que nos referimos y definir una meta o ideal, un criterio para distinguir el avance del retroceso.
Habría que llevar a cabo esta tarea en el debate sobre el aborto. Por ejemplo, la ecología nos ha hecho ver que el progreso científico y tecnológico puede poner en peligro el propio ecosistema planetario. De repente, nos sentimos inseguros, atemorizados, y se extiende la idea de que no podemos seguir como hasta ahora.
Hay que detener ese progreso alocado y adoptar estilos de vida más austeros, sostenibles. Nadie en su sano juicio calificaría de retrógrado el debate sobre la sostenibilidad. Es de sabios rectificar y dar marcha atrás cuando el rumbo es erróneo.
Se trata de algo muy propio de nuestra escasa cultura de debate. Tendemos a la simplificación, al uso de estereotipos. De esta forma, nos ahorramos la incómoda tarea de pensar, de matizar. Este simplista modo de proceder se advierte en todos los ámbitos, y no sólo en el debate político, ideologizado por su propia naturaleza.
No hay más que asomarse a las tertulias radiofónicas o televisivas para advertir esas lacras: la ausencia de argumentos se suple con gritos y descalificaciones personales. El espectáculo de las redes sociales no es muy diferente. Nos cuesta mucho escuchar con calma, ponerse en el lugar del otro, intentar comprender sus razones, hablar con mesura.
La defensa de la vida no tiene por qué ser patrimonio de una determinada opción política o religiosa. Para adoptarla bastan razones puramente humanitarias.
Se comprende que los defensores de la vida se indignen ante los atropellos que sufre hoy la dignidad humana. Esa sensibilidad es algo positivo, síntoma de auténtica humanidad. A la vez, hay que adaptarse a las reglas de juego de la sociedad democrática: deciden los argumentos y los votos, no la violencia.
Me parece que esas asociaciones han entendido que la agresividad no es admisible. Todos los movimientos sociales pasan por este proceso de maduración.
Los medios de comunicación son el foro clásico para la expresión de los debates sociales y culturales. A la vez, constituyen un mundo muy variado y de influencia dispar. Se suele decir que con la televisión se puede cambiar un gobierno y con la prensa, una sociedad. Los medios audiovisuales llegan a mucha gente, pero de modo más emocional y epidérmico. La prensa llega a menos personas, pero de modo más profundo.
Este panorama clásico está sufriendo hoy cambios profundos, por la aparición de Internet y de las redes sociales. Los medios tradicionales pierden importancia. Internet no es ni mucho menos un ámbito libre de dominio, pero da voz a muchísima gente que no podría acceder a los medios tradicionales. El debate público cambia, se vuelve incontrolable y todo el que tenga algo que decir puede hacerlo.
Los medios tradicionales –con algunas excepciones- eran cómplices en ese pacto de silencio que llevaba a ignorar esta molesta realidad. El recurso a la red ha permitido enriquecer el debate, mostrando aspectos de la realidad que hasta ahora se habían visto ignorados.
Aunque el problema de fondo sea el mismo, las circunstancias no son iguales en todos los países. Hay que actuar en diversos frentes: el debate de ideas, el plano político y legislativo, la asistencia a las mujeres embarazadas y a las madres y a sus hijos.
En el comienzo, los grupos provida se centraron en el debate cultural; después han dando pasos notables en la ayuda física, material y emocional, a las mujeres con problemas. Un drama de nuestras sociedades es que deja solas, abandonadas a su suerte, a las mujeres que tienen dificultades para vivir la maternidad.
En España no se regatean recursos para practicar el aborto –en otros países no se financia con cargo a la sanidad pública, puesto que el embarazo no es una enfermedad-. Incluso en una situación de crisis económica como la que estamos viviendo, cuando falta el dinero, para el aborto no hay recortes. Nuestro país va a la cola, en cambio, en las ayudas públicas a la maternidad y a la familia. Las asociaciones provida han empezado a “remangarse” para ayudar de la manera más concreta y material a las madres con problemas. Habrá que continuar en esta línea.
En cualquier caso, la defensa de la vida requiere paciencia. En Estados Unidos se han tardado casi cuarenta años en revertir el clima de opinión y hacerlo provida. Según la última de las encuestas anuales que viene haciendo Gallup (mayo de 2013), el 48% de la población estadounidense se declara provida, frente al 45% que está a favor del aborto. Como decía Gandhi, “primero te ignoran, luego se burlan, después pelean contigo, finalmente ganas”.
Si te interesa escuchar la entrevista que María Martínez Orbegozo hace al profesor Alejandro Navas sobre el mismo tema, puedes escuchar el siguiente audio: