Claudia, la mujer de Pilatos: "En el rostro de María descubrí todo el dolor que había soñado"

05/04/2020 | By Arguments

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"Y estando él sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él", (Mateo 27:19).

Nunca había tenido unos sueños como aquellos

Nunca había tenido unos sueños como aquellos. No era una pesadilla. No era algo irreal. Era tan vivo, tan presente, tan doloroso. Vi a la madre de un condenado a muerte y la acompañé todo el trayecto hasta la Cruz. ¡Qué pain, qué lágrimas y qué presencia! Nunca he visto nadie tan frágil mantenerse con tanta fuerza, como un olivo centenario. Ni un reproche, ni una queja, ni un suspiro. Solo lágrimas, a raudales. Grandes como puños, pero finas como perlas. De vez en cuando me miraba como diciéndome: "no me dejes por favor, no me abandones. Te necesito". Y entonces, me abrazaba. ¡Qué vulnerable y qué recia al mismo tiempo! Yo estaba embelesada. Nunca había visto una mujer como esa y, aunque soy muy envidiosa, no tenía ni una pizca de tristeza en mi corazón. Era todo lo contrario. Me sentía la más privilegiada del mundo de poder acompañar y sostener a esa mujer, que más parecía una reina que la madre de un bandido. 

Busqué a Poncio para que me calmara; presentía que eso iba a pasar

Cuando me desperté busqué a Poncio, pero ya se había levantado y salido de palacio. Él es un tesoro. Me da una paz tremenda. Me quiere como nadie en el mundo puede hacer. Es verdad que tiene sus miedos y hacia fuera no los manifiesta. Más bien parece lo contrario: un soldado fuerte y despiadado. Desconfiado e inseguro, es muy inteligente y sagaz. Seguro que me diría algo que pudiera calmar mi angustia. En la calle había mucho alboroto y gente corriendo por todos lados, de arriba a abajo. Algo se estaba gestando y tuve el presentimiento de que tenía que ver conmigo y con la mujer que aparecía en mi sueño.  Corrí desesperada en busca de mi marido, tenía que avisarle, prevenirle. Esta vez no podía equivocarse. Estaba en juego una madre. Yo no puedo tener hijos, pero intuyo lo que debe ser para una madre perder el suyo por lo que he sufrido. Yo los he perdido todos y mi corazón se rompía cada vez con más fuerza. 

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Pero su respuesta fue un mazazo en mi corazón...

Por fin lo encontré. - "Poncio, cariño, suelta a Jesús. Esta noche he tenido unos sueños tremendos".  - "Claudia, me pides un imposible. No me lo pongas más difícil todavía". - "Poncio, no te equivoques. No te estoy hablando en broma. No es un capricho más. Jesús no puede morir". - "Mi princesa" - dijo mientras me agarraba fuerte de los brazos - "los judíos no me perdonarán que lo suelte ahora. No van a dejar que se escape su botín. Por favor, ayúdame y vete a casa a descansar. No pienses más en esos hombres. No pueden darnos más que preocupaciones y disgustos. Tú y yo tenemos que ser felices. Nos lo hemos ganado. Ya hemos sufrido suficiente, ¿recuerdas?" No podía responderle. Estaba bloqueada, en medio de un golpe tan fuerte que no era consciente del dolor que hendía mi corazón.

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Entonces, tomé la mejor decisión de mi vida...

Abandoné su presencia caminando sin rumbo. Desorientada, perdida, absorta. ¡No podía creer lo que me estaba pasando! Todos mis hijos que no llegaron a nacer estaban como concentrados en Jesús a quien no conocía unas horas antes. Entonces tomé la mejor decisión de mi vida. Buscar a su madre y acompañarla. Tuve que disfrazarme. Desprenderme de mis vestidos de mujer del gobernador, conseguirme una túnica que me cubriera y salir por una puerta trasera. Poncio no se daría cuenta porque iba a estar muy ocupado todo el día. 

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Y María me regaló su sufrimiento para que yo la aliviara

Cuando di con ella, su hijo ya caminaba con la Cruz camino del Calvario. Era tremendo, pero me pareció descubrir en sus heridas todo el dolor que había soñado en el rostro de María. Me acerqué, María se giró y me abrazó como en el sueño. Sentí toda su angustia y a la vez el consuelo enorme que ella experimentaba por tenerme cerca. Era como si supiera que mi marido había condenado a su hijo, pero yo estuviera allí reparando todo. María me ofreció el tesoro de su dolor, de su fragilidad. Me regaló sus lágrimas, a mí que era una perfecta desconocida. Me obsequió con su sufrimiento para que yo lo aliviara. Me obligó a ser su madre, a mí que no he tenido hijos. Se hizo pequeña, necesitada, vulnerable. Me hizo a mí fuerte pero a la vez tierna, recia y acogedora.  Poncio, como siempre, nos metió en un lío, pero sin saberlo se convirtió en mi camino para el Cielo

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