Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Y entrando en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra.
Me encanta hacer regalos. Mi nombre significa en persa "administrador del tesoro". Me entusiasma ir repartiendo magia y alegría por todos lados. Para mí administrar es gastar y me doy cuenta de que cuanto más gasto, más me queda. Es imposible acabar con este tesoro. Es infinito. Crece cada día y no consigo gastar al mismo ritmo. Cuando era joven me daba miedo quedarme algún día sin regalos pero ya he comprobado que eso no sucede nunca: es un límite que solo existía en mi imaginación. Hacer un regalo tiene muchas ventajas y en mi caso, ningún inconveniente. Ver caras de sorpresa, alegría e ilusión, no tiene precio. No hay oro en el mundo para pagar lo que recibo: saberme culpable, o al menos cómplice, de la happiness de muchas personas. Hacer happy a la gente es mi profesión y mi sueldo es el mejor de todos, en cantidad y calidad. Es verdad que conlleva también mucho trabajo y mucha responsabilidad. A veces me inquieta saber si he acertado, me preocupa que cada uno reciba lo que necesita para ser feliz. Con las canas he aprendido a confiar en la capacidad de mi tesoro de llenar los corazones.
Por eso, cuando apareció la estrella, ya no pensé en otra cosa que en los regalos. Les dije que yo pensaría uno para cada uno. Melchor y Baltasar estaban totalmente de acuerdo. Son tan buenos… Me puse manos a la obra. Tenían que ser tres regalos muy diferentes, con mucho significado y fáciles de llevar. Aquí la calidad era esencial y el valor simbólico decisivo. Pensé en miles de ideas y se podrían escribir muchos libros sobre los regalos que rechacé después de darle muchas vueltas. Piedras preciosas, manjares exóticos, sedas suavísimas y telas de mil colores. Nada me complacía hasta que decidí no liarme. Elegí lo más valioso, el oro puro; lo más sublime, el incienso; y lo más sensible, la mirra. Melchor portaba el incienso para adorar al nacido Rey de los judíos. Baltasar, llevaba un recipiente con mirra; mezclado con vino alivia el dolor y también lo usamos para embalsamar. Yo le llevé el oro, porque es el Rey de Reyes. Durante el viaje les iba contando mil historias de cómo entregarlos cada uno, pero cuando estuvimos cerca empecé a sospechar y dudar que la elección fuera acertada. Siempre me pasa lo mismo.
La angustia crecía, mi ánimo se hundía hasta que llegamos al lugar donde estaba el niño Jesús. Yo me postré rostro en tierra. No quería levantarme por la vergüenza, pero el Niño empezó a balbucear señalando nuestro cofres. Su madre se azoró al verle interrumpir nuestro gesto y entonces se mostró mucho más guapa todavía. Yo me lancé sobre el mío y no puedo expresar cómo se iluminó la cara del Niño con el resplandor del oro. Lo que había en mi cofre parecía hojalata comparado con el rostro de Jesús. A su lado cualquier regalo se hacía pequeño. Sin embargo, el mismo no parecía compartir esa opinión, a juzgar por lo que disfrutaba con mi regalo y por cómo lo mostraba a su madre orgulloso, divertido y hasta diría que encantado. ¡No quería que ese momento terminara!, pero un carraspeo discreto de Melchor me arrancó del ensimismamiento y me hizo ver que había llegado su turno. Uno a uno fueron abriendo sus baúles y mostrando sus regalos. Claramente también había acertado con los otros regalos. ¡Qué alegría pensar en eso! Maria se sorprendía tanto con cada nuevo cofre que temí que se fuera a desmayar...
Desgraciadamente teníamos que dejar Belén. Cada vez que regalo algo desde que volví de aquel viaje de ensueño, trato de ver la sonrisa de Jesús y de su madre que se sorprenden ante mi pobre hojalata. Me siento pagado para siempre, para siempre, para siempre. ¡Ojalá pueda volver a ver esas sonrisas!