El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (Juan 8, 1-11)
No tengo nombre en el Evangelio. La verdad es que después de lo que hice mejor que no se sepa quién soy. De todas formas, también fui muy agraciada y bendecida por Jesús, así que no salí tan mal parada. Mi vida cambió aquel día. Empecé una nueva vida. Fue su mirada la que me devolvió el valor, la ilusión, el perdón y la dignidad. Yo era la primera que me daba cuenta que estaba dejándome llevar por un precipicio. Yo era la primera que no paraba de decirme que era absurdo buscar la felicidad así. Me daba asco vender mi amor y mi matrimonio de esa forma: traicionar por la espalda, buscarme tan egoístamente, ir tan descaradamente a mi bola.
Pero Jesús me buscó, me salió al encuentro, me ofreció otra oportunidad. Me hizo sentirme limpia de nuevo, capaz de amar como nunca antes se ha amado, feliz de ser como soy y quien soy. Me dio una vida nueva mejor que la que tenía, me dio un regalo mayor, más logrado, mejor acabado. He aprendido a dejarme querer, a no comprar el amor, a aceptarme. Ya no exijo cariño a mi marido. Tuve que reconocer todo y pedirle perdón. No podía exigir nada, pero es tan bueno. El me dijo que quizá él tenía la culpa porque no me había hecho sertirme querida. Había dejado de cuidarme, de ayudar en casa. Yo estaba desbordada con todos los niños, sus padres, la boda de nuestra hija, y él solo atento a los negocios. En ese momento me pareció que el perdón de Jesús y el de mi marido era prácticamente lo mismo. Yo sentí la misma liberación. Ellos habían asumido la culpa por mí. Ya no me aplastaba mi pasado, ellos me ayudaban a llevarlo. Se hacían cargo perfectamente, sin paternalismos, sin humillarme, levantándome.
En el fondo era como si me admiraran. No entendía nada. Yo había defraudado toda su confianza. Había perdido toda la credibilidad. Me desconcertaba que confiaran así. No me sentía digna pero me robaron el corazón con su perdón. Pensaba que ahora podría exigirme lo que fuera y sin embargo estaba más cariñoso y atento que nunca. En el fondo descubrí lo que había sufrido por perderme. Yo que me consideraba sin ningún valor estaba atónita por el esfuerzo que ponía en hacer que todo fuera igual. No me dejaba hablar de lo que había sucedido y me volvió a ganar con lo que hace veinte años me había deslumbrado en él: lo noble y sencillo de su amor por mí. No había trampa en su forma de ser y yo me aproveché de él. Pero demostró que su nobleza era mucho más inmensa de lo que imaginaba.
¿Por que he tenido tanta suerte de dar con un hombre así? ¿Por qué Jesús se cruzó en mi matrimonio para salvarlo? ¿Por qué se me ha dado una nueva oportunidad que ha hecho todo más bello y apasionante? No tengo ninguna respuesta y dudo que la haya. Dios es así. Cuando todo estaba perdido aparece y arregla las cosas para que queden todavía mejor que al principio. Nunca pagaré el perdón pero lo mejor es que eso ya no me abruma, me entusiasma, me impulsa y me llena de agradecimiento. Me hace sentirme muy querida, la más querida. Jesús me bendice y hace que mi marido sienta un amor renovado. Es increíble pero he salido ganando después de todo. Solo Dios tiene ese poder, esa capacidad. Es divino ese modo de actuar. De lo peor a lo mejor en un instante a través del perdón.