"Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: 'Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis'". (Mateo 27:24)
Mi posición no era nada fácil. Hiciera lo que hiciera el final iba a ser doloroso. Si libraba a Jesús me temía lo peor con los judíos. Si lo condenaba sabía que tendría que aguantar a Claudia, mi esposa. No sé realmente quién me daba más miedo. Odio tomar decisiones así. Odio tener que decidir sobre la vida de las personas. Detesto tener en mis manos tanta capacidad de hacer daño. Gobernar se ha convertido para mí en un suplicio. Solo pienso en el día en que pueda abandonar esta provincia tan complicada. Todo me resulta incómodo: el calor, la gente, la comida y la presión. Nunca me ha gustado trabajar bajo tanta responsabilidad porque me bloqueo y me sale una versión de mí que no solo no me atrae, sino que echa totalmente para atrás. ¿Por qué no puede cada uno vivir su vida y dejar a los demás en paz? Yo solo quería estar con Claudia y disfrutar de la vida. De repente, ese Jesús se interpuso entre nosotros. Se convirtió en mi contrincante. Parecía que a mi esposa le importaba más el nazareno que su propio marido.
Estuve conversando con Jesús y fue escueto pero muy respetuoso, diría que sumiso tal vez. Misterioso y a la vez sencillo. No me explicaba por qué luchaban en mi interior sentimientos tan encontrados. Quería salvarlo a toda costa pero tenía mucho miedo, mucha presión, muchos intereses: el César, Herodes, mis soldados, los judíos. Parecía que todos estaban contra mí, empeñados en hacerme la vida imposible. Solo sentía un deseo tremendo de quitarme de en medio, de desaparecer, de dejar de ser mirado, señalado y juzgado. Quizá los únicos que no me presionaban era Jesús y Claudia. Ellos me abrían una puerta pero no me obligaban a entrar. Me ofrecían una solución, pero no me cerraban el paso. Quizá por eso crecía mi deseo de salvarlo. Cuando me encontraba con él podía mantenerle la mirada. No había reproche en ella, ni el más leve asomo de un juicio sobre mi decisión. Creo que él presentía y aceptaba su condena. Ni siquiera se quejó de que sus compatriotas lo hubieran entregado al invasor.
No fui valiente, hice lo más fácil, me quité de en medio y elegí las víctimas más fáciles para mi escapada: Jesús y Claudia. Tenía envidia y celos de Jesús. Me limpié las manos pero tenía el corazón manchado, podrido. Mi miedo fue quien condenó a Jesús. Se convirtió en el aliado perfecto del odio de los judíos. No quise hacer caso del cariño y del amor de mi mujer, no me fié de su corazón, ni del mío que me pedía a gritos que salvara a Jesús. Estaba demasiado acostumbrado a hacerme caso solo a mí y una vez más me equivoqué. Pensé que ella no se hacía cargo de mi situación. No me comprendía y me pedía un imposible: sacrificar toda mi carrera por alguien que no conocíamos siquiera. Preferí asegurar y no arriesgar por un pobre y destronado Rey de los judíos. Con él lo perdía todo, pensaba, salvo mi mujer. Sin él todo quedaba bajo mi control, incluso ella. Elegí lo seguro, lo tranquilo y lo cómodo. Descarté el riesgo, la aventura y el amor. Claudia me amaba y me puso delante de Jesús. Yo lo vi como un ladrón que me robaba mi tesoro más preciado. Dios me regaló una de sus mejores hijas para hacerme feliz y rechacé su don. Perdí la oportunidad de mi vida. Le di al miedo la llave de mi corazón y nunca jamás me la devolvió. Solo me queda la esperanza de que mi nombre estará para siempre unido al de Jesús y quizá su misericordia y esa cercanía perdonen mi miedo y mi cobardía.