Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías» (Jn 1, 23) ¿Quién soy yo para preparar los caminos del Señor? Yo no soy digno de desatar sus sandalias. Dios, que siempre me sorprende, me pidió que anunciará la venida del Mesías. ¿Por qué me ha tocado esta misión? ¿Por qué se me ha concedido un honor tan alto? En el fondo, porque Dios hace lo que le da la gana, respetando siempre nuestra libertad y pensando solo en nuestro bien. Yo, obviamente, no paro de dar gracias.
Nunca había soñado que mi vida podía ser importante para la venida del Mesías. Sí es verdad que desde muy pequeño presentía que el momento se acercaba. Cuando mi padre me hablaba del Salvador de Israel, yo lo imaginaba muy cercano, uno de nosotros, quizá alguno de los que yo conocía. Pero no mi primo, eso era demasiado. Jesús es mi primo. Perdón, yo soy el primo de Jesús. En realidad, da igual, porque cualquiera de las dos cosas es demasiado increíble. Como lo veía tan cercano me costaba mucho creer que el Mesías fuera tan cercano, sencillo y, sobre todo, tan simpático y cariñoso conmigo, un chaval de una aldea perdida en las montañas. Además, mi madre me contaba muchas cosas de Jesús y yo intuía que algo tenía que saber ella para decir lo que decía. A veces me cuesta reconocerlo, pero mi madre siempre tiene la razón. La madre de Jesús, Maria, era prima de la mía y se querían a más no poder. Seguro que habían hablado horas y horas sobre Jesús y sobre mí, haciendo planes e imaginando aventuras. No quiero ni imaginarme lo que habrán soñado.
Cuando le vi venir en el Jordán de repente todas las piezas del puzzle encajaron. Aún permanecían algunas dudas y zonas oscuras, pero intuí que era Él. Mi misión había terminado. El Señor me había indicado que en ese momento la salvación empezaba. Era el comienzo de la gran victoria de Dios. Qué alegría haber contribuido, mejor dicho, no haber estorbado demasiado. ¡Qué dicha estar tan cerca de él! Me encantó cuando mis discípulos se fueron con Él. Ya estaban seguros: se convirtieron en sus apóstoles. Gracias, Señor, ¡qué bueno eres! Me has hecho ver que te servías de mí para llevar a cabo tu plan maravilloso, para curar las heridas de los hombres. Yo, que no soy nadie, tan cerca de tu plan, de tu misión, de tu ternura por los hombres.
Ahora estoy en la cárcel y no sé bien cómo acabará todo esto. No me importa mucho. Ya he cumplido, con la ayuda del Señor, mi misión. Sin embargo, no paro de recibir noticias que me cuentan que Jesús hace andar a los cojos y paralíticos, echa a los demonios, come con los pecadores y le encanta estar con los pobres. Ha empezado una nueva época y yo he tenido la suerte de verla nacer. Herodes tiene miedo, pero hasta él podría ser curado y sanado si abriera su corazón. Jesús no descarta a nadie. Más bien al contrario. Elige a instrumentos desproporcionados para lo que quiere hacer. Qué privilegio ser uno de ellos. Gracias, Dios mío, ¡qué bueno eres! Ya me lo decía mi madre: «Hijo, tú has estado muy bien acompañado desde pequeño y por eso no te has perdido, porque, la verdad, eras un poco terremoto». ¡Cómo me conoce!, las madres son increíbles y no tienen un pelo de tontas.