En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María (Lc 1, 26-27). Vaya joyita de niña, vaya sorpresa para su padre y para mí. A la vez Maria era tan normal, tan discreta, tan sencilla. No llamaba nada la atención. Era una más entre sus amigas y no le gustaba nada que le dijeran lo simpática que era. Le molestaba un poco, aunque no se le notara. Yo lo hablé un día con ella cuando tendría cinco o seis años, y me dijo muy salada: “tienen toda la razón, mamá, es que he salido a mi madre que es un cielo”. Creí que me la comía. Ella sí que era un cielo.
¡Cuántas veces me quedaba viéndola dormir en su cuna respirando suavemente! Habitualmente sonreía, era muy risueña y le gustaba reír a carcajadas cuando había motivo y también cuando le entraba la risa tonta, no pocas veces. Era como todas las niñas de su edad. No había nada raro y menos pedante. No se daba nada de importancia y nunca aparentaba. Con ella, sin querer, bajabas las barreras. Eras como eras: una misma sin tapujos. Nunca tuve que excusarme porque nunca me reprochó nada. Eso sí, le pedí perdón muchas veces, por ejemplo, cuando me podía la impaciencia. María, como todos los niños, aprendió a masticar y al principio se atascaba un poco. Cuando yo le explicaba una y otra vez cómo hacerlo me miraba con sus ojos grandes tratando de entenderlo pero no era muy rápida a veces y yo me desesperaba: “María cariño para cuando lo tragues el pueblo elegido habrá acabado su travesía por el desierto”. Y entonces le daba uno de sus ataques de risa tonta y teníamos que empezar de nuevo.
Me volvía loca ver lo rápida que María se ponía roja. Es algo de familia. Le pasaba a mi madre y yo soy toda una experta. Somos tímidas. Pero a María le pasaba sobre todo cuando se producía una situación embarazosa para alguien o una amiga quedaba en evidencia. Entonces vencía su timidez y cambiaba de tema con un ingenio y creatividad que no parecía la misma de siempre. María no era muy habladora, sino más bien una gran escuchadora. Lo pasaba muy bien con sus amigas que eran dicharacheras y que ante María multiplicaban sus talentos. Posiblemente nunca nadie les había escuchado con tanto interés y tantas muestras de entusiasmo por lo que decían.
Mi hija tenía una risa muy fácil. Era sencillísimo hacerla reír. Tenía muchas cosquillas y recuerdo a su padre entusiasmado mientras la hacía reír acariciándole sus pies con una pluma. También le gustaba reírse cuando se equivocaba. A veces se le trababa la lengua, sobre todo cuando había mucha gente delante y entonces se ponía roja y a continuación estallaba de risa provocando un jolgorio a su alrededor. Cuando era pequeña y estaba aprendiendo a hablar era muy divertido ver como confundía algunas palabras. Por ejemplo, durante una temporada, cuando yo le preguntaba si me quería, decía invariablemente: tanto. En lugar de mucho, «tanto» le parecía más. Quizá es que nos había oído decir: «te quiero tanto...». Joaquín, como todos los padres tenía sus dichos, frases y bromas, que repetía con gran frecuencia. María le escuchaba, pero llegó un momento en que empezó a imitarle: ponía su voz e imitaba sus gestos y nos matábamos de la risa, el primero su padre.
María llenaba esta casa con su sola presencia. Cuando se fue a Belén al principio me enfadé con Dios porque me la robaba. Me duró un segundo porque ella me leyó el corazón y me dijo: «mamá, Jesús nos necesita ahora para hacer que muchas familias sean tan felices como somos nosotros. Dime que no me vas a dejar sola». Y me dio el mejor abrazo del mundo mientras me secaba las lágrimas con su túnica azul. Era como si el cielo me acariciara las mejillas y la alegría volvió a mi corazón. Cuando me asaltaba la nostalgia me bastaba pensar que María estaría repartiendo cielo por todo el mundo para llenarme de alegría y dejar que ella secara mis lágrimas, aunque estuviera muy lejos físicamente.