"¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?" (Lc 1, 43) ¿Por qué tengo tanta suerte para que venga la Madre de mi Señor a visitarme? No me lo explico. ¿Qué hace María aquí? Nadie me hacía tanta falta como ella, pero no me atrevía ni a contarle lo que había pasado porque estaba segura que vendría: ella es así. Eso la define. No se detiene ni un minuto de más en lo suyo. Vive para hacernos felices y lo logra como nadie. Ahora no me da miedo nada. Con María será fácil dar a luz a Juan. Este niño es un terremoto: no para quieto. Se ha llenado de alegría al presentir a María.
No esperaba mucho de la vida, y Dios, como siempre, se ha guardado lo mejor para el final. Zacarías no para de preguntarme si estoy bien, si duermo bien. Es que no quiero dormirme. Me da miedo despertar y que esto haya sido sólo un sueño: es tan maravilloso. Dios es tan bueno. Nunca dudé de que me escuchaba pero comprobaba año tras año que mis peticiones no se cumplían. El sabrá mejor, me decía a mi misma, o quizá él me lo susurraba. Yo sólo quería un hijo y cuando parecía imposible me ha regalado el más grande de los nacidos de mujer.
Dios me ha sorprendido con sus planes. Ya no haré cálculos nunca más. Quien iba a soñar lo que estoy viendo con mis ojos. Mi prima la Madre del Mesías y yo esperando al precursor. Si me lo dicen antes pensaría que se burlaban de mí. Hubiera sido una broma de muy mal gusto decirle eso a una pobre mujer sin hijos. Pero así es Dios, le gusta romper los moldes, los esquemas y los planes demasiado pequeños. Le encanta cambiar las tornas. Le apasiona la sorpresa y lo inesperado, lo desconocido, lo que no se puede intuir, el misterio.
Llegué a pensar que Dios no confiaba en mí, en mi capacidad de cuidar a un niño y no le culpo porque yo lo pienso y estoy convencida de ello. A la vez tenía tantas ganas que me resistía a creer que Dios fuera así. Cuando no había ninguna esperanza empecé a resignarme y acepté, al menos superficialmente, que no sería madre. Entonces sucedió en el templo lo que ya sabéis: cómo se encontraron Gabriel y mi esposo. No podía creerlo. Libre de escucharle durante una temporadita: ¡qué bueno es Dios! Y eso no era lo mejor. Dios nos había concedido el mayor regalo. A mi vida no le faltaba mucho para apagarse pero le quedaba lo mejor. ¡Gracias Dios mío! Cuando quieras Zacarías ya puede volver a hablar: estos meses le he leído la cartilla mil veces y me ha tenido que escuchar sí o sí. Creo que no volverá a arriesgarse.