Mi hijo nos ha dado un montón de alegrías. Mi nombre aparece casi continuamente junto al de él. Algunos pensarán que de tal palo tal astilla y no es verdad. No estoy de acuerdo en absoluto. Mi hijo Judas era un tesoro. No me entraba en la cabeza cómo podía ser tan majo y tan bueno siendo su padre tan desastre.
Cuando Jesús lo eligió como uno de los apóstoles no podía salir de mi asombro. Me tenía que pellizcar de continuo para comprobar que estaba despierto, porque era tal la alegría que no me lo creía. Pero todo se torció, todo se estropeó, todo se hundió. Dicen los romanos que “corruptio optimi pessima” (la corrupción de los mejores es la peor de todas) y tienen razón. Pobre Judas, que tremenda es su historia y su final. El batacazo fue tan grande en tan solo dos días que no entendía nada de lo que pasaba. A Jesús podría haberlo traicionado cualquiera de los doce. A posteriori todo el mundo dijo que «ya se sabía», pero en el momento ni siquiera los que estaban más cerca se dieron cuenta y yo menos. Ni siquiera su madre logró intuir nada. Quizá ni siquiera él mismo era consciente de cómo se iba distanciando de Jesús.
Ni le odiaba, ni quería acabar con él. Solo pensaba que había que hacer las cosas de otra forma. Judas tenía su estrategia, contaba con sus fuerzas y había triunfado siempre solo. Estaba tan lleno de talentos que no era nada fácil para él dejarse ayudar. Era muy autónomo. Su madre y yo estábamos orgullosos de él, pero es verdad que apenas nos había necesitado. Se había hecho a sí mismo. Después de lo que ocurrió no era capaz de perdónarme a mí mismo. Me culpaba todo el rato por no haber sabido enseñarle a apoyarse en los demás, a necesitarlos. Día y noche pensaba en mil oportunidades perdidas cuando era pequeño. Mil y una ocasiones en que podría haberle pedido yo mismo ayuda para que él no lo entendiera como una humillación, sino todo lo contrario. No podía dormir, ni quería comer y no sabía sonreír después de aquel viernes tremendo. Perdí los dos tesoros que más queríamos mi mujer y yo: Judas y Jesús. La veía destrozada, bloqueada y abatida.
No podía vivir con esa losa y Dios que es tan bueno me libró de ella de la mejor de las formas. Me envió su mejor mensajera. Me hizo encontrarme con María en uno de los momentos en que estaba sufriendo y llorando totalmente desconsolado. María me dijo literalmente: «Simón, no le des más vueltas, no quiero verte sufrir así». No supe qué responderle. «Reza por Judas, no lo juzgues antes de tiempo. Jesús lo quería mucho y quién sabe lo que ha sufrido esa pobre criatura. Yo rezo todos los días por él". Ese cambio de perspectiva rompió mis esquemas por completo. Tuve que reconocer que Judas era libre, que Jesús también lo era y que ambos se querían a rabiar. Judas se equivocó de cabo a rabo, pero Jesús no le había reprochado su actitud. Ahora yo tenía la confirmación, por boca de María, de que tampoco me rechazaba a mí como padre, que no se arrepentía de haberme regalado la vida de Judas. Debía amar la libertad de Judas como Dios la amaba, aunque conllevara un gran dolor para mi herido y magullado corazón.
Entonces, el recuerdo de Judas, mi hijo queridísimo, dejó de ser un tormento para volver a ser una posibilidad de amar más allá de mis límites y de mis miserias. Dios me dejó que me reconciliara con mis errores y me hizo ver que para ayudar a Judas ahora debía aceptarme como padre suyo sin vergüenza ni miedo, por eso dejó mi nombre en el Evangelio. A Dios no se le ocurren esas estupideces de humillar a la gente porque sí. Dios no me reprochaba el pasado, me pedía que no abandonara a Judas en el presente y que esperara en su futuro. Desde antes de la creación del mundo había planeado que yo fuera su padre y no se arrepentía de su elección. Mi misión era seguir cuidando de Judas. Él no había dejado de ser nuestro tesoro. Yo no podía renunciar a ser su padre, ni él a ser mi hijo. Judas necesitaba más que nunca un padre como yo, el que Dios había soñado desde toda la eternidad, el mejor para él, obra maestra del único Padre con mayúscula.
Dios mío, que me deje querer, que no cometa el error de querer salvarme por mis fuerzas. Que no me desanime cuando vea mi fragilidad.