Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos (Mt 2, 16). Seis meses tenía Bartolomé cuando Dios permitió que Herodes destruyera nuestras vidas. ¡Cómo se puede juntar tanto dolor en una sola noche! ¡Cómo es posible que las sombras se metan tan dentro del alma! Pensaba que se me paraba el corazón. Que iba a ser imposible vivir así toda la vida.
No había nadie que se salvara. En un pueblo tan pequeño todos teníamos algún hijo, sobrino o conocido. Era tremendo. No podía mirar a ningún lado sin ver el rostro desgarrador del sufrimiento más atroz. Todas querríamos estar muertas antes que vivir ese drama. No había nada donde agarrarse. No había quien nos consolara y por eso mismo tuvimos que hacerlo nosotras. Dios me dio la fuerza para armarme de valor e ir hablando con todas las madres, una a una, con todas las abuelas y todas las hermanas. Les dije que el dolor no podía paralizarnos, que nuestros hijos, nietos y hermanos tenían padre y hermanos y que ellos ahora nos necesitaban más que nunca. No podíamos encerrarnos en el odio y en la desesperación. Una a una fueron agradeciendo mis palabras, pero yo no era capaz de aplicármelas. En cuanto me quedaba sola rompía a llorar sin consuelo. Me ahogaba la pena. Pensaba en mi Bartolomé y le pedía que volviera: no me dejes, no he podido disfrutar de ser tu madre, no he tenido ni seis meses del orgullo de haber traído al mundo un tesoro como tú.
Entonces y de forma más o menos repentina e inesperada sentí un poco de paz acompañada por una lucecita en mi corazón que luchaba por abrirse paso. Era como si el propio Barto, mi hijo asesinado por envidia, me dijera: «mamá, no te he dejado, cuido ahora de todos desde aquí. Tenía una misión muy importante y puedes estar orgullosa del bien que hemos hecho a la humanidad. No te preocupes que tomaré el biberón todos los días y no lloraré por las noches». No sabía si reír, si me estaba volviendo loca, si llorar más. Como no tenía nada me agarré a esto. La ventaja de un pueblo es que siempre hay alguien que necesita tu ayuda. Somos un pueblo unido y muy de compartir. El que recoge una nueva cosecha de higos la reparte y los niños los devoran.
Pensé que no solo había perdido mi tesoro sino el de todas mis amigas. De repente mi dolor se multiplicó pero se hizo mucho más sereno. Incluso pensé en todas las madres que a lo largo de la historia iban a perder a sus hijos violentamente y comprendí que nuestro dolor salvaría al mundo, que mientras haya madres que sufran habrá cariño en la tierra y que nuestro sufrimiento era una semilla de una nueva época en la historia. Qué bueno es Dios que nos ha elegido para ser las primeras de una multitud de heroínas. ¡Olé las madres que pierden a sus hijos, sea del modo que sea! Son el tesoro de la humanidad y deberíamos cuidarlas mejor. No hay dolor comparable. No hay sufrimiento mayor. No pueden estar solas nunca. Pero lo mejor estaba por venir. Varios años después, un día de primavera, apareció una mujer joven y me buscó. Se llamaba Maria. Quería hablar conmigo. La invité a pasar a mi casa. Nos sentamos y de repente rompió a llorar. Nunca había visto un llanto así. Inmediatamente y sin saber por qué me uní a ella. Llorábamos sin parar abrazadas, hasta que un poco más serenas logró contarme la verdad de aquella noche. Me pidió que no lo contara porque nadie sabía todavía quién era Jesús, pero no podía vivir sin compartirlo con al menos una de nosotras. Era como si me estuviera pidiendo perdón por el crimen de Herodes, como si se sintiera culpable.
Me siento orgullosa de Barto, ha sido uno de los elegidos, y yo tengo la suerte de ser su madre. Ahora ya soy mayor y he conocido a Jesús. Me recuerda continuamente a mi hijo, que tendría su edad. Cuando murió en la Cruz quise acercarme a María para acompañarla en su dolor y tratar de acariciar su corazón roto. Solo quien lo ha vivido puede comprender lo que sufrimos.