Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda (Mt 20, 21) Siempre he soñado mucho con mis hijos: su futuro, sus planes, sus familias, sus miedos y, sobre todo, los míos. No quería que repitieran mis fallos. Son todo lo que tengo en la tierra, además de su padre Zebedeo, que es un tesoro. Mejor dicho, son lo que Dios me ha dado sin yo merecerlo. Por supuesto que les riño muchas veces, sobre todo cuando llegan tarde a cenar o dejan desordenada su habitación. Han crecido mucho pero no mejoran. Muchas veces pienso si no he sabido ayudarles, estar a la altura, ser una buena madre, pero todo eso se me pasa cuando los veo con Jesús. Si están con él no pasa nada. Por eso hoy me he atrevido a pedirle que nunca se separen de él, que estén uno a su derecha y otro a su izquierda en el cielo. Luego me he sentido ridícula, pero era como si Jesús me animara a decir lo que llevaba en el corazón. No me ha puesto mala cara. Se adivinaba una sonrisa llena de picardía y orgullosa en sus labios. Le han brillado los ojos al responder. Me ha hecho comprender que mi petición le encantaba. He visto en su rostro como se parece a María, su Madre. En otras palabras, me ha dicho que lo importante no es estar a su derecha o su izquierda sino dentro de su corazón. Yo sé que Juan y Santiago están muy dentro. Lo veo cuando habla con ellos, cuando les llama, también cuando les corrige. Eso me encanta, tengo que reconocerlo. Si Jesús, el Maestro, les corrige como yo, es que yo tengo razón, después de todo. Lo malo es que Jesús les corrige de una forma única, y yo no creo que sepa hacerlo tan bien. He sufrido mucho cuando se fueron de casa, cuando llegaron rumores de que habían apresado a Jesús, cuando lo crucificaron. Estuve con su madre pero ellos fueron cobardes. A Juan se lo trajo Ella a la Cruz, menos mal. Le pedí perdón a Maria por la traición de mis hijos y me dijo que no me preocupara: que serían dos columnas firmes para la Iglesia. Yo no podía creerlo. María me decía ahora justo lo que yo había pedido a Jesús pero de una forma mejor. Dios ha cambiado mis planes constantemente, pero siempre a favor. Es difícil comprenderlo en el momento en que sucede, pero saber que Dios los quiere más que yo me llena de paz. Al principio me parecía imposible pero luego lo he visto hecho realidad y lo asombroso es que no me da nada de envidia, ni siquiera cuando le dijo a Juan que María sería su madre en adelante. No me he sentido desplazada sino todo lo contrario: confirmada como madre, respaldada como nunca y valorada hasta extremos insospechados. Ha crecido mi amor a mis hijos porque ahora Dios me ha hecho ver más claro lo majos que son y lo agradecido que está por cómo los he cuidado y por cómo los quiero. Qué bueno es Dios y qué feliz soy: parecía que me los robaba y me los ha devuelto más guapos que nunca. Su vocación es la mía: madre de los dos apóstoles más majos. ¿Qué más puedo pedir?