El miércoles iniciamos un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. Es un tiempo que precede y predispone para la celebración de la Pascua. Es momento de escucha privilegiado de la Palabra de Dios, de conversión, de preparación y de memoria del propio Bautismo (antiguamente era el tiempo en el que se impartía la catequesis a los que iban a recibir los sacramentos de la Iniciación Cristiana en la gran Vigilia Pascual), de reconciliación con Dios y con los hermanos y de un recurso mucho más frecuente de la penitencia cristiana: el ayuno, la oración y la limosna.
Este santo Tiempo de Cuaresma se inicia el Miércoles de Ceniza y llega hasta la Semana Santa. Durante estos días meditamos y asimilamos el misterio del Señor siendo tentado en el desierto por Satanás y su subida a Jerusalén para su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos. El comienzo de los cuarenta días de penitencia se caracteriza por el austero símbolo de la imposición de ceniza en la cabeza a la vez que se nos recuerda que hemos de convertirnos y creer en el Evangelio (“Convertíos y creed en el Evangelio”), y que somos polvo, hombres pecadores, criaturas y no Dios (“Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”).
El color propio de este tiempo litúrgico es el morado, pues es sinónimo de penitencia. Es este color signo de dolor y de esperanza a la vez. En el IV Domingo de Cuaresma, llamado Laetare, se usa el color rosa. Con él se expresa que en medio del desierto cuaresmal, de ascenso a Jerusalén, a la Pascua, hay oasis, hay promontorios desde donde otear el horizonte y ver que ya queda menos. Una gota del color blanco de la fiesta, de la victoria pascual cae en el morado del dolor y de la penitencia y lo “alivia”.
Al ser un tiempo penitencial y de preparación, la liturgia es mucho más sobria, pero no por ello menos rica y efusiva. Desde el Miércoles de Ceniza hasta Semana Santa la Iglesia enmudece y no entona ni el grito de júbilo de la resurrección, el Aleluya, ni el himno que entonan los ángeles, el Gloria. Pero no solo esto, pues la música se hace mucho más sobria, solo usada para sostener el canto, sin adornos ni florituras y nunca música instrumental. Con esta sobriedad musical se remarca el carácter penitencial y austero, y así en el Tiempo de Pascua, la explosión de música, Aleluya y Gloria queda más patente, pudiendo ser una catequesis sensorial de que Cristo ha resucitado. Con las flores y los adornos del altar y presbiterio podemos decir lo mismo que con la música. Las flores y los adornos desaparecen para dejar paso a la austeridad.