“Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a ti” Juan 17, 3 Si hay un tema que preocupa a la humanidad desde sus comienzos es el tema de la muerte, nadie (normalmente) desea morir. Las sociedades han invertido mucho en avances médicos, y la esperanza de vida es cada vez mayor. Pero si hay una realidad que a todos nos espera es la muerte, no sabemos cuándo ni dónde, pero nos espera. Hay un dicho popular que reza: “El que espera desespera”. Esto se suele decir especialmente cuando tememos lo esperado, como un niño que llora cuando espera a que le pongan una vacuna, o alguien que espera la llamada de respuesta a una entrevista de trabajo (teme que la respuesta pueda ser no o, si es positiva, tiene vértigo ante la incertidumbre de lo que su nuevo trabajo le pueda deparar).
Cuando un cristiano mira con temor a la muerte es porque no se ha parado a pensar en lo que está realmente significa. La muerte no es el final del camino de la vida, sino un comienzo a una nueva. Si se me permite acudir a la cultura popular, parafraseando a Gandalf, entrañable personaje del Señor de los Anillos: “La muerte sólo es un camino más, que recorreremos todos”.
Por la fe sabemos que nuestro destino final no es el vacío. El Catecismo nos recuerda que “los que mueren en gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios porque lo ven tal cual es (1 Jn 3,2) cara a cara”. Si por un instante fuéramos capaces de intuir mínimamente lo que la vida eterna significa exclamaríamos, como Santa Teresa, “vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Cristo mismo es quien nos ha prometido esto, y, como dice San Pablo en la 1era carta a los tesalonicenses: “Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que vuestro espíritu, alma y cuerpo sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Salvador, Jesucristo. El que os ha llamado es fiel, y cumple lo que promete.”
Una duda que puede surgir con respecto a esto es ¿cómo se vive esto? La respuesta está en las llamadas virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; por las cuales el creyente se va metiendo poco a poco en la vida de Dios. Gracias a la virtud de la fe el cristiano acepta como verdaderas las proposiciones que Dios le plantea dentro de la Iglesia, y poco a poco va comprendiendo mejor sus misterios. Por la esperanza deseamos las alegrías de la vida futura e incluso empezamos a verlas desde ahora. Y mediante la caridad amamos al que nos ha llamado y buscamos su compañía.
Es importante ver que las virtudes teologales no se limitan a ofrecernos unas promesas futuras, sino que nos hace presentes las realidades esperadas. Como recuerda Benedicto XVI en su segunda encíclica, Spe Salvi (Salvados en la esperanza): “La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una «prueba» de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro « todavía-no ». Volviendo a El Señor de los Anillos, Gandalf le explica a Frodo que solo cada uno puede decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado y que cada uno tenemos una misión en este mundo que cumplir... No hay vidas más importantes que otras a los ojos de Dios.
El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras.” Noviembre y el tiempo de Adviento son unos momentos idóneos para recordar esta gran verdad: que este mundo es pasajero. Los cristianos en la liturgia de estos días decimos constantemente “Ven Señor Jesús”, pedimos que venga de nuevo, esta vez en su gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, para que reine por siempre, con su reino que no tendrá fin.
Quería dejar una nota final de esperanza, pues muchos tenemos amigos y conocidos que, o bien no viven su fe con mucha intensidad o directamente no la viven en absoluto. Si bien nunca debemos dejar de pedir por ellos en la oración y de invitarles a vivir la vida cristiana, no olvidemos que la Iglesia pide por ellos siempre, en la plegaria eucarística IV se dice: “Acuérdate Señor (…) de todo tu pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero corazón. Acuérdate también de los que murieron en la paz de Cristo y de todos los difuntos cuya fe sólo Tú conociste.” La Iglesia ora también por los difuntos que, aparentemente, murieron alejados de Cristo. No desesperemos nunca de nadie, antes bien confiemos en Dios y en su infinita misericordia y pidámosle, como reza un himno de Adviento: “Cuando vengas Señor, en tu gloria, que podamos salir a tu encuentro, y a tu lado vivamos por siempre, dando gracias al Padre en el Reino.”
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