El cristiano aspira a parecerse cada vez más a su amable modelo, Cristo, “que ha compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado” (Plegaria eucarística IV). Para esto, el Señor Jesús instituyó el Sacramento de la Penitencia, a fin de perdonar todos los pecados que un cristiano pudo cometer después del Bautismo y recuperar así la gracia de Dios. La Reconciliación es, en palabras de los Padres, la segunda tabla de salvación después del naufragio (CCE, n. 1446). En el Nuevo Testamento encontramos la institución de este ministerio de la reconciliación en Mt 18, 18 y principalmente en el episodio del Evangelio de Juan conocido como el “pequeño Pentecostés” (Jn 20, 22ss). El modo en que la Iglesia ha desempeñado este servicio ha variados a lo largo de los siglos: desde la penitencia pública (situación que podía durar largas temporadas) hasta la penitencia privada, práctica extendida en Europa continental (s. VII) por los monjes irlandes (CCE, n. 1447). El cambio en la forma celebrativa y en la disciplina de este Sacramento ha sacado a la luz una estructura fundamental invariable: su carácter judicial. Se trata de un juicio realizado en el tribunal de la misericordia de Dios (Reconciliatio et pænitentia, n. 31), cuyos reos comparten la misma suerte de Jesús, que sale victorioso en el juicio de la cruz (Misal Romano, Prefacio de la Pasión I). Este juicio también anticipa el juicio particular de cada fiel y el juicio universal del final de los tiempos (CCE, n. 1470). El acceso al perdón de Dios se realiza a través del rito, que comprende los actos del ministro y los actos del penitente (CCE, nn. 987, 989), que son la contrición, la confesión y la penitencia (o satisfacción). Tras un diligente examen de conciencia, como el hijo pródigo de la parábola del Evangelio (Lc 15, 11-32), el pecador se da cuenta de que pecó contra el cielo y contra su Padre: es la contrición o dolor sincero y sobrenatural por haber ofendido a Dios. Dicha contrición ya perdona todos los pecados, pero como es motivada por el amor a Dios, incluye el deseo del Sacramento (votum sacramenti) que Él quiso para la reconciliación de los pecadores. Si este dolor es imperfecto, por el motivo que sea, se llama atrición y es suficiente para acercarse al Sacramento del perdón que –según el adagio teológico ex attrito fit contritus– hace contrito al atrito. El segundo movimiento del hijo pródigo es ponerse en marcha al encuentro de su padre; así el penitente arrepentido va al sacerdote para confesarse. Según la enseñanza de la Iglesia, por lo menos una vez al año, los fieles deben acusarse de todos los pecados mortales de los cuales se acuerdan. Entonces, animado por el oficio del sacerdote –médico y buen pastor– se le animará en ese lugar de la misericordia a que realice en su vida el bien de que es capaz (cfr. Papa Francisco, Evangelii gaudium, n. 44). La Iglesia anima a sus fieles a que acudan habitualmente a la confesión de los pecados veniales (CCE, n. 1458; CIC, c. 988 §2). Con la absolución impartida por el sacerdote en el Sacramento el fiel obtiene la remisión de la pena eterna que acarrea el pecado, reconciliándolo otra vez con Dios. En efecto, el pecado también genera una pena temporal (la ruptura de la armonía consigo mismo, con el prójimo y con la creación de Dios) que es perdonada en la Confesión a la medida de las disposiciones del penitente. Para facilitar también esas disposiciones, el confesor impone una satisfacción conforme las posibilidades del penitente (una oración, un sacrificio o alguna obra de caridad), despertando en el fiel la virtud cristiana de la penitencia. Esa satisfacción – también llamada penitencia – forma parte del signo sacramental que se prolonga, por tanto, más allá de la celebración alcanzando la vida del fiel: “La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción” (CCE, n. 1450). Los principales efectos del Sacramento de la Penitencia son el restablecimiento de la amistad con Dios y la reconciliación con la Iglesia (CCE, nn. 1468-1469). Gráficamente, el hijo pródigo de la parábola recibe el mejor vestido, anillo y sandalias en los pies, o sea, recupera su condición de hijo y puede ahora participar del banquete en la casa del padre; así, el fiel reconciliado otra vez es admitido en la comunión de los santos, cuya máxima expresión y realización es la participación en la misma Eucaristía.
Bibliografía: