Adentrarse en el Misterio que acontece durante la celebración eucarística es lo más grande que puede hacer cualquiera de nosotros. Ni construir rascacielos, ni descubrir una cura para el cáncer, ni componer una pieza de música que llegue a ser clásica, puede siquiera comparársele a una intención de estas proporciones. Todas estas ocupaciones pueden ser buenas y deseables, pero no alcanzan la raíz de nuestro ser que requiere ser salvado y restaurado. Esto sólo puede hacerlo Dios; sólo en Él somos colmados, rescatados de las garras de la muerte, transformados y elevados a conocerle y amarle como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Hemos visto en una entrada anterior que Dios está presente de diversas maneras, y en diversos grados, en la creación, en algunos objetos e imágenes, en la Iglesia, en las acciones litúrgicas y, muy especialmente, en la Eucaristía. En las entradas que siguen nos adentraremos en la celebración Eucarística, para desgranar cada uno de sus momentos y asomarnos a la grandeza del misterio del cual tomamos parte; un misterio de riqueza inagotable en el que tocamos a Dios y somos tocados por Él. He aquí la verdadera fuente de vida que no acaba, y ante la cual, sin embargo, tantas veces pasamos de largo.
Como enseña el Concilio Vaticano II, la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana (cf. LG 11, y otra referencia anterior: ">http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20111947_mediator-dei.html">Mediator Dei 8). ¿Esto qué significa? Es fuente, porque de ella mana hacia nosotros la gracia y obtenemos con la máxima eficacia nuestra santificación en Cristo. Asimismo, es culmen; y ello por dos motivos: tanto porque en ella se realiza la cumbre de la salvación de Dios a los hombres, como porque no hay un culto a Dios más perfecto que el sacrificio del altar, el auténtico culto en Espíritu y en Verdad en que a Dios le es tributado todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
La salvación de Dios ha acontecido en la historia alcanzando su plenitud en Jesucristo. Desde la Encarnación toda la vida de Cristo es salvífica: desde sus gestos, que manifiestan y comunican la misericordia del Padre, hasta su palabra de verdad que iluminó y liberó a quienes fueron encontrados por Él en los caminos de Palestina. Sin embargo, hay un núcleo de su acción salvífica. El corazón de su misión redentora es el Misterio Pascual, es decir, su pasión, muerte, sepultura, resurrección y glorificación a la derecha del Padre. En las honduras de este misterio encontramos la esencia de la Misa, que puede definirse también como memorial del Misterio Pascual. No es sólo un recordar lo que hizo Jesús como un hecho pasado, sino hacer presente su acción salvífica en el hoy de la celebración, en el aquí y el ahora, recibiendo los frutos de su sacrificio redentor. En la Misa somos introducidos en la victoria del Resucitado sobre la muerte, unidos a Él, y elevados por Él a la vida eterna.
En la celebración se nos convoca como pueblo que adora al Dios vivo, que da gracias al Padre por el sacrificio de Cristo, y celebra su misterio pascual. La asamblea de fieles es invitada a participar, uniendo la integridad de nuestra existencia: alegrías, tristezas, anhelos, miedos, frutos del trabajo, las necesidades y toda nuestra pobreza y fragilidad. Todo ello lo unimos a Cristo, que se ofrece al Padre y nos ofrece a nosotros con Él en el altar. No debemos olvidar que a la celebración somos convocados, es decir, elegidos por el Señor mismo e invitados a participar de su banquete.
Cristo es el actor principal y preside invisiblemente toda celebración. La cabeza visible es el sacerdote, quien preside actuando in persona Christi. Sin embargo, no sólo celebran Cristo como cabeza y el sacerdote, como cabeza visible, sino el Cristo Total, compuesto por Cristo, Cabeza, y la Iglesia, cuerpo de Cristo. Al decir Iglesia nos referimos no sólo a la comunidad visible que se reúne en torno al altar, sino a toda la Iglesia, visible e invisible, en sus tres fases: la de quienes gozan de la visión de Dios en el cielo –la comunión de los santos-, la de quienes han muerto y se purifican para alcanzar la bienaventuranza eterna en el purgatorio, y la peregrina, en la que estamos nosotros, miembros de Cristo que esperamos alcanzar tras la muerte la definitiva comunión con Dios en el cielo. Tener esto presente en cada celebración -aunque veamos en ella, por ejemplo, tan sólo a un sacerdote y un par de fieles-, nos abre el panorama hasta el infinito y cobramos con ello conciencia del gran misterio en el que tomamos parte.
Nos recordaba el Papa Francisco en sus catequesis sobre la Misa que nosotros los cristianos acudimos a la celebración para encontrar al Señor resucitado y, más aún, para dejarnos encontrar por Él, para escuchar su Palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia (cf. Audiencia general del 13 de diciembre de 2017). En este dejarnos encontrar por el Señor, no damos nosotros a Dios algo que Él no tenga ya, pues no tiene necesidad de nada. Vamos a la Eucaristía para recibir de Él aquello de lo que nosotros necesitamos más: la gracia que nos salva, que nos purifica, que nos eleva a compartir su vida.
La Misa tiene dos grandes partes que forman un único acto de culto: la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística. Éstas están precedidas por ritos iniciales y finalizadas por ritos conclusivos.