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El tiempo es, con el espacio, una de las coordenadas en que se inscribe el ser y obrar humano pero, además, una riqueza que le hace portador de otros sentidos, según la vivencia personal, social o religiosa. En el nivel meramente cósmico el tiempo es inexorable y va pasando igual para todos según el reloj y el ritmo natural de los años y las estaciones. Los griegos lo llamaban Chronos. Sin embargo, el tiempo “humano”, “interior”, “comunitario” o “religioso” que se desarolla al compás de los acontecimientos históricos puede vivirse como un continuado retorno al memorial de los hechos que dan sentido a nuestra religión. Ya en el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel, además de vivir el tiempo cósmico (las estaciones), le dio un sentido salvífico: la celebración anual de las intervenciones de Dios en la historia. La Pascua se convirtió en el memorial anual de la salida de Egipto. Pentecostés celebraba la alegría de las cosechas y la Alianza del Sinaí. Los cristianos, aceptando la organización del tiempo según la cultura de Israel, le dieron desde el principio un sentido de novedad y plenitud: todo se interpretó desde Cristo y en torno a la Pascua de Resurrección.
El Año Litúrgico se organiza en esta clave de lectura, con la celebración anual de los misterios de Cristo y de los santos. En él hay diversos “tiempos” llamados “fuertes”: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua y también un “Tiempo Ordinario” que cubre las treinta y tres o treinta y cuatro semanas restantes del año natural. El Tiempo Ordinario comienza después del Bautismo del Señor, en los primeros días de enero y se extiende hasta el Miércoles de Ceniza; de nuevo se retoma al acabar el tiempo de Pascua tras el domingo de Pentecostés, y termina en las primeras Vísperas del domingo I de Adviento. En este año litúrgico 2014-2015, después de la Solemnidad de Pentecostés, retomamos el Tiempo Ordinario en su Semana VIII. Ya intuimos como el Año Litúrgico tiene su propuesta particular para vivir el paso del tiempo y la memoria (que es actualización, vivencia) de los misterios de nuestra fe. El comienzo del año natural no coincide –claro está- con el comienzo del año litúrgico, aunque el día 1 de enero tiene también para los cristianos un significado de novedad: empieza un año nuevo y celebramos la solemnidad de Santa María, Madre de Dios.
En el Tiempo Ordinario no se conmemora ningún aspecto particular del misterio de Cristo, sino que se celebra el designio salvífico divino en su plenitud. Este tiempo gira en torno a la celebración del domingo –día del Señor y primer y octavo día de la semana–. Los fieles encuentran, así, un camino para la comprensión gradual del misterio salvífico, siguiendo la vida de Jesús, al hilo de las lecturas evangélicas. El Tiempo Ordinario recuerda, por tanto, que Cristo, hasta su segunda venida, está siempre presente en el mundo. La vida ordinaria de cada fiel, los días aparentemente siempre iguales de su existencia, no son momentos banales, sino encuentro definitivo con la gracia del Espíritu derramada en Pentecostés, y anticipación del triunfo total de Cristo al final de los tiempos.