Querido Lucas: A lo mejor te sorprende recibir una carta con este remitente. Me he enterado de que estabas intentando que algunos conocidos te cuenten cosas de María y no me he resistido a ponerte unas letras. He tenido la suerte de conocer y disfrutar mucho de la Reina del Cielo y me siento en deuda con todos sus hijos. He conseguido permiso de San Miguel Arcángel para hacértelas llegar a través de un amigo. Quiero contarte algo que nunca antes he compartido con nadie. María es la criatura más hermosa del mundo, pero nadie parecía darse cuenta. Ni siquiera Joaquín o Ana, sus padres. Lógicamente su hija les parecía guapísima, pero como cualquier otra. Es lo que les pasa a todos los padres y es que a base de mirar algo con cariño terminas entusiasmado con ello, y más si es una hija y no te digo si es María. Sin embargo, para mí, desde el primer día fue deslumbrante. Tanto que nunca soñé que podría ser mi esposa: seguro que todo el mundo la buscaría como el mejor regalo para su familia. Cuando aparecía María, todo lo demás se volvía como borroso. No podía apartar mi mirada de ella. No era algo que se me imponía sino que acariciaba mi alma. La belleza de María era un susurro. No aplastaba sino que insinuaba una nobleza y bondad como nunca había pensado que existieran. Podía dejar de mirarla pero es que no quería. Mi corazón daba un vuelco y sentía ganas de cantar y de gritar al mismo tiempo. Después de conocerla, durante varios días no conseguía dormir, mejor dicho, no me quería dormir. No soportaba la idea de que pudiera despertarme y que todo fuera una pesadilla. Lo increíble es que al día siguiente no tenía sueño sino más ganas de volver a verla. Mi madre se dio cuenta enseguida de que me había enamorado pero yo lo negaba rotundamente. No me atrevía a enfrentarme a una posible negativa y por eso no daba el paso hacia adelante. Me temblaban las piernas solo de pensar en que pudiera decir que no. ¿Cómo iba a vivir el resto de mis días sin ella? María era experta en ocultar su belleza. No la ostentaba. Era muy consciente de ella, pero era muy discreta. No le gustaba que la gente se refiriera a ella y siempre dirigía al Señor los halagos. Era Dios quien le había dado esa apariencia. Vestía con el gusto de una reina de Oriente. Sin embargo, su ropa era la propia de una muchacha de Nazaret. La llevaba con tal dignidad y tan limpia que ninguna mujer le era comparable. Como te digo, querido Lucas, nadie parecía darse cuenta de lo que mis ojos no dejaban de contemplar: una obra maestra del Creador. Llegué a pensar por eso que el Señor solo me permitía verla tan bella a mí, porque yo sería su esposo, su guardián, su custodio. Cuando se lo pregunté a ella le entusiasmó la idea y me abrazó diciéndome que le había quitado un peso de encima. Que no podría pagarme lo bueno que era con ella. Yo no sabía ni qué decir. Era como una niña pequeña abriendo un regalo con la madurez de una madre que ha luchado sin parar para sacar adelante a sus hijos. Su decisión de permanecer virgen me emocionó y me hizo darme cuenta de que estaba ante una mujer tan especial que era la más sencilla del mundo. Imagínate qué feliz me sentía de poder custodiar semejante tesoro. Yo me encontré dando botes de alegría porque Dios me regalaba a la mejor mujer que nadie ha soñado jamás. Era su obra perfecta y yo podía cuidarla y quererla, y sobre todo, ella me amaba. María era preciosa y sencilla, deslumbrante y cercana, impresionante y tierna, hermosísima y discreta, brillante y tenue. Estando ante la criatura más perfecta, no me sentía pequeño sino el hombre con más suerte del mundo. Gracias Lucas por lo que vas a escribir y no tengas miedo de exagerar: no cabe ese peligro con María. Un abrazo fuerte, José