Cristo con la Cruz a cuestas. Tiziano

20/04/2015 | Por Arguments

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“Los soldados sacaron a Jesús fuera para crucificarlo. En ese momento, un tal Simón de Cirene, que es el padre de Alejandro y de Rufo, volvía del campo; los soldados le obligaron a que llevara la cruz de Jesús. Lo llevaron al lugar llamado Gólgota, o Calvario, palabra que significa «calavera».”(Mc XVI, 19-22). La multitud se agolpa en torno al camino que lleva al Calvario. Cristo, humillado, flagelado y apaleado; carga con la Cruz. Con nuestra Cruz. Le espera un largo camino hasta el Calvario, pero Él no se ahorra nada. Acepta en su plenitud todo el peso de la cruz, todo el dolor de nuestros errores, todo el precio de nuestra salvación. Abraza a la cruz con un amor inmenso; con el amor que siente por cada uno de nosotros; con el amor suficiente para convertir ese terrible madero en el trono de nuestra salvación… Tiziano, con gran carácter narrativo y dramático, nos muestra el momento en el que Simón de Cirene ayuda a Jesús a cargar con la cruz. Los dos aparecen en un primer plano mediante una pincelada diluida y con un gran protagonismo del color en la configuración de formas y volúmenes. Jesús mira al espectador con unos ojos lacrimosos. Jesús sufre. La Cruz pesa sobre sus hombros y las heridas de la flagelación siguen abiertas. Las piernas le flaquean, no puede más. Nos mira, hoy nos mira. Con una mirada demasiado expresiva para el estilo del pintor italiano, pero que plasma a la perfección el sentido cristiano del Vía Crucis. Una mirada ante la cual no podemos reprimir las ganas de querer acercarnos a llevar esa Cruz; de ser nosotros Simón de Cirene por un momento y aliviar un poco el peso de la Cruz que le hemos puesto a Cristo sobre sus hombros. “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz de cada día y sígame” (Mt XVI,24). Tal vez todo se resuma en eso, en coger la cruz que nos ponga el Señor cada día, y subir con Él por el camino del Calvario. Rodeados de una muchedumbre enfurecida; pero siempre bajo la mirada protectora de María. Cuánto debió de sufrir aquel día, viendo a su Hijo cargar con esa cruz. Se tenía que cumplir: “una espada traspasará tu alma” (Lc II,35). Sabía que ese dolor era necesario, estaba escrito así y Jesús lo aceptó de ese modo. Por lo tanto, ¡cuánto debió de agradecer cuando ese tal Simón se acercó a ayudar a Jesús! Debió de ser como un rayo de luz que aparece tímidamente en medio de una tormenta. Por eso, yo hoy quiero también ayudar a llevar a tu hijo la cruz María, mi cruz. No importa el tipo de cruz que sea. Simón no eligió la cruz, le tocó. Sin quererlo, ayudó a Cristo cuanto más lo necesitaba. Me presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me buscaban (Is LXV,1). No me importa la Cruz que me pongas Señor, pero ayúdame a abrazarla como la abrazaste tu. Ayúdame a verte con la misma mirada que en su día nos quiso mostrar Tiziano. Ayúdame a ser yo el que se acerque, recoja la cruz del suelo y te ayude a llevarla. Caminando juntos, igual que un día lo hiciste con Simón; pero siempre Tú delante, no quiero perderme. Al fín y al cabo Señor, todos somos cirineos.

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