Pasó por esta tierra nuestra como uno más. Fue feliz, como uno más, con la alegría que brinda la buena amistad. Era "nacido de mujer", como todos, y amaba profundamente a su madre, en esto a lo mejor un poco más que los demás. En casi todo, era como uno de tantos, hasta pasar desapercibido. Podríamos casi no darnos cuenta de quién era verdaderamente. Vino a romper las barreras que nosotros solos nos habíamos impuesto. La primera y más dura, la barrera con Dios. Después, las demás…con el marido, con la mujer, con el padre y la madre, con los amigos. Todas esas divisiones que él, en el principio, no había querido. Porque para Él no contaba la distinción: "judío, ni griego, ni hombre, ni mujer" (Gálatas 3:28). A todos nos vino a buscar por igual. Solo cuenta la necesidad de Sanación, o salvación, que tenemos todos desde que nacemos.
Las mujeres del Evangelio reconocieron en Jesús de Nazaret al Mesías esperado. Le pidieron ayuda, para ellas y para los que querían. Le ayudaron a llegar a más personas, y a descansar; le brindaron la acogida y le facilitaron reponer fuerzas. Le acompañaron en la atención a lo pequeño, al detalle de cuidado, y al que es más débil, al necesitado. Él era todas esas cosas a la vez, y le encantaba ver su reflejo, el reflejo de Dios, en aquellas mujeres. Para arrepentirse, reconocer el pecado y tener compasión, ellas eran, desde el origen de los tiempos, compañeras privilegiadas de Dios. Eran la imagen vívida de un Dios que también es madre, y que no abandona al fruto de sus entrañas. Fueron compañeras, también, del varón, dormido en el momento de la creación de Eva y receptor de ella como don.
En la capacidad de reconocer a Dios, ellas no eran menos que ningún varón. En el modo de tratarle, tenían la sensibilidad fina de la forma femenina de ser. En sus anhelos e inspiraciones no eran, tampoco, muy distintas a quienes vivimos hoy. Todas y todos, hasta cuando somos incapaces de reconocerlo, tenemos dentro un deseo ardiente de Dios, a veces explícito, a veces implícito. Siempre está, escondido tras el deseo de que una alegría no termine, o tras una necesidad, un buen deseo, o una pena...también ">https://www.arguments.es/vocacion/2018/10/29/la-samaritana-del-dolor-y-la-maldicion-a-recuperar-la-dignidad-de-un-plumazo/">la pena del dolor de pecar.
Me gustaría tener la capacidad de amar de María Magdalena, la hospitalidad de Marta y el recogimiento de María. Quisiera el poder de contrición de la adúltera, la franqueza de la samaritana y la tenacidad de la cananea. La generosidad oculta de la viuda, y la comprensión profunda de la esposa de Pilato. No, a pesar de la distancia de culturas y siglos, ellas no eran tan distintas de las mujeres de hoy en día. Supieron acercarse a Cristo desde lo que eran, y ganar de Él la añorada salvación, para sí mismas y para las personas a quienes querían. Por eso quise escribir sobre ellas, porque son ejemplo cercano para todas las generaciones. Porque nos siguen hablando de lo que significa encontrar a Cristo, hoy como siempre.