Se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). ¿Que por qué mi vocación es un regalo? Porque a mí Dios me pidió estar en el mejor sitio del mundo, junto a su Hijo queridísimo y junto a la mejor criatura que ha habido nunca. Lo demás era pan comido. Bueno, no todo.
Tuve que acostumbrarme a meter la pata sin sufrir porque vivía con dos personas absolutamente perfectas y que nunca se equivocaban, ni se enfadaban, ni se quejaban, ni eran egoístas. Comprenderéis que era patente mi ineptitud. Muchas veces me decía a mí mismo: «José, eres tonto, y además eres un soberbio porque has pensado que podrías estar a la altura». Delante de ellos, yo no me sentía pequeño. Era como si su mirada me hiciera bueno. Mis fallos los tapaban, mis enfados los comprendían, mis despistes les hacían reír y mis quejas hacían que me hicieran más caso y me explicaran lo más increíble que he oído nunca: cuánto nos quiere y nos cuida Dios. A veces me quejaba a propósito para escucharles hablar sobre el amor que Dios me tiene. Hubo varios momentos difíciles en los que pensé que la había liado y había estropeado los planes de Dios: primero en Nazaret, luego en Belén, y por último en Jerusalén. Ya sabéis el final de estos momentos de la vida de Jesús y de María, y son verdaderamente preciosos: dignos del mejor guionista de la historia. Sin embargo, yo los viví todos de forma dramática, como grandes fracasos.
En Nazaret, un día fui consciente de que María esperaba un niño. Me entró un pánico tremendo. Estaba sucediendo algo inefable, divino, histórico y yo me había atrevido a meter la nariz donde nadie me llamaba. Me dije: «José, no pintas nada aquí. Eres un creído. Has pensado que podías ser el esposo de la mujer más guapa y santa de la historia y ahora se ve que has hecho el ridículo. Quítate de en medio cuanto antes. No das la talla». Con el corazón roto hice mi hatillo con lo indispensable, preparé un burro y me disponía a huir de madrugada, sin entender nada de lo que estaba sucediendo, pero convencido de que María era un tesoro. No me atrevía a afrontar lo que no controlaba. Había visto la mirada de María pidiéndome que tuviera fe, pero no entendía nada. No podía dormir esa noche. «Eres tonto José» me repetía sin parar. «Te equivocaste. Márchate antes de que la líes más». Y entonces apareció en mis sueños un Ángel que me dio la mejor noticia que ha recibido nunca un hombre: «No temas recibir a María». Y además me decía que yo era parte del plan. Ya no pude dormir. Se me hicieron eternas las horas que quedaban hasta el amanecer. Nunca me costó tan poco levantarme. ¡Yo era parte del plan de María! No podía dejar de dar gracias y de cantar en bajito ... para no despertar al mundo entero. Perdonad que me alargue pero como no dije nada en todo el Evangelio, ni una sola palabra, entenderéis que ahora quiera desahogarme, je, je…
Sigo con los momentos difíciles… En Belén fue peor todavía porque yo había soñado mucho con la cuna de Jesús y me sentía muy feliz de poder colaborar con mi profesión a la venida del Mesías. Entonces sucedió lo que ya conocéis. No sabéis cómo estaba mi corazón de hundido: un ... pesebre. ¡Vaya carpintero estaba hecho que no podía dar a Jesús más que una cueva y un pesebre! Pero María era feliz y llenó de tanta luz aquella noche que parecía de día. Tampoco quise dormir: era demasiado feliz para hacerlo. Otra vez escuché: «No temas José, este es el mejor lugar».
En Jerusalén ya fue el colmo. María se echaba la culpa a sí misma y yo no podía soportar pensar que por fin había logrado hundir los planes de Dios. Jesús se había perdido y llevaba ya tres días desaparecido. «Muy bien, José, te has empeñado y lo has conseguido. A la tercera va la vencida. Se confirma que eres un estorbo». Cuando lo encontramos por fin, yo estaba tan contento que casi no me di cuenta de que María tampoco entendía lo que Jesús decía. No le vi hacer ni una mueca de dolor, de desaprobación o de inquietud. Dios le pedía el Hijo que le había regalado y ella se lo devolvía agradecida, diría que emocionada. De nuevo, las mismas palabras: «No te preocupes, José, Ella tampoco lo entiende». «Así cualquiera», me dicen todos aquí en el cielo. Y tienen toda la razón. Con María a mi lado todo es fácil.
Solo una bobada antes de terminar. En mis últimas horas, ya en la cama mientras agonizaba, María me hablaba del Cielo y yo no entendía que pudiera haber nada mejor que lo que había vivido. Dios ya me había pagado mis pobres servicios. A mí me pasaba al revés que al resto. Primero había tenido el Cielo y ahora me tocaba ganármelo. Eso era justo. Pero ella me hablaba de cómo me recibiría Dios Padre y os aseguro que no se equivocó. No debo contaros nada porque son datos reservados y no puedo hablar de ese lugar, pero no os imagináis lo que es aquello. Una vez instalado, a mí se me hizo muy corto ese tiempo; para acabar de colmar mi gozo, un día me avisaron de que me preparara para una sorpresa. Era un sábado y María sería llevada al cielo. Nunca la había visto tan guapa. En medio de los cantos y las trompetas de recibimiento de repente me vio y se echó a llorar y a correr hacia mí. Yo estaba confundido. No entendía nada. Pensaba que mi papel había terminado. Era feliz viéndola, pero no me atrevía ni a dirigirle la palabra. «José, cuánto te he echado en falta». Esas siete palabras me llenaron el corazón. Estaba convencido de que no podía ser más feliz hasta ese momento, pero me había equivocado de nuevo: ¡Dios siempre guarda el mejor vino para después!