Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 41-42).
Después de desperdiciarlo todo —mi vida, mi familia, mis amigos, mi trabajo y mi felicidad— lo último que esperaba era que me pagaran con un regalo como no hay otro. He tenido la suerte, no puedo expresarlo de otra forma, de morir en la Cruz. Llegué a la cima no para recibir un castigo, sino la medalla y el laurel de los triunfadores. Escribo estas letras recién llegado al Cielo, donde todo está sin desembalar porque hoy hemos llegado los primeros inquilinos. Quizá es mejor precisar: la suerte no ha sido mi muerte, muy dolorosa, sino la compañía. A mi lado han ajusticiado a Jesús, el Mesías. Yo no lo entendía del todo mientras estábamos colgados. Me di cuenta de que era Rey pero no comprendía cómo podía acabar así su historia. Vi como en un segundo me salvaba. Logró en un instante lo que yo llevaba toda la vida intentando sin éxito. Si lo hubiera conocido antes… El sí que sabía quién era yo. Lo vi en sus ojos según lo clavaron en la Cruz. Me hizo comprender que conocía toda mi vida, todas mis fechorías, pero más que nada, todo mi dolor: el desamparo tan grande, la soledad tan tremenda y la vergüenza inmensa que he sentido siempre.
En un instante él me pidió que le regalara todo el desastre de mi vida, todo el dolor que sentía, toda la culpa que me aplastaba. Me dio a cambio toda su paz, todos sus méritos, toda su gracia. Fue un trueque como no he visto nunca. Si alguien lo viera desde fuera pensará sin duda que le estaba estafando; que yo mismo era un fraude; y que moría como había vivido: robando. Pero lo maravilloso es que fue Él quien me asaltó, quien me robó todo lo que tenía. Me desvalijó de todas mis “riquezas” y cuando no tenía ya nada me ofreció sus tesoros. Sé que me voy a convertir en un icono de la esperanza, de lo imposible y de la buena suerte. No me importa. Dios se servirá de mí para atraerse a todos los bandidos de la tierra y les “atracará” cuando menos se lo esperen. Ha sido una emboscada perfecta. Solo había tres árboles en todo aquel monte pero Jesús salió detrás del que yo menos esperaba. Me encontré con un salvador abatido, y me apunté a su “derrota”.
María contemplaba todo al pie de la Cruz de su Hijo. La sorprendí varias veces mirándome con una ternura que me hacía olvidar todo lo demás. Ya había recibido un consuelo inmenso por las palabras de Jesús: me regalaba el Cielo sin ningún mérito de mi parte. Más bien todo lo contrario. Sin embargo, cuando vi a su madre abrazada a la mía, lo único que todavía me preocupaba se desvaneció y me dormí soñando con el paraíso que su hijo me había prometido.