Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo (Mt 14, 3). Decir que mi vida ha sido un regalo es muy irónico, pero es la pura verdad. Otra cosa es lo que he hecho con él. De todas formas nadie sabe cómo acaba mi historia. Todo lo que hay en ella es muy triste, pero la especialidad de Dios es recomponer lo estropeado. Esa es mi esperanza.
Yo estoy muy estropeada y lo peor es que he estropeado todo a mi alrededor. He empujado a otros a cometer crímenes horrendos por mi culpa. Yo no me atrevía pero he chantajeado a mi cuñado y a mi hija y los he arruinado. Se han corrompido por mí. No me ha bastado con ser yo infeliz sino que he arrastrado a todos los que más quería hacía mi desesperación. Si hacer feliz a la gente es lo que más llena un corazón, llevar a la gente a la tristeza y a la angustia es lo que más lo vacía. Me cuesta creer que Dios es capaz de reparar este desastre porque eso es lo que es mi vida: miles de oportunidades perdidas, un corazón bloqueado que no se ha dejado amar, un miedo atroz a no ser feliz que se ha convertido en mi mejor garantía para amargarme.
Además, para arreglarlo del todo, tuve todo un profeta, el más grande de los nacidos de mujer que Dios me envió para ayudarme, para hacerme caer en la cuenta de lo triste que estaba lejos de él. No quise reconocerlo. En mi interior sabía que Juan tenía toda la razón. Me impresionó que Dios se molestara en mí y me mandara un hombre tan santo. Pero también desaproveché ese regalo. No contemplaba otra felicidad que la que yo había programado, la que yo controlaba, la que a mí me apetecía. No me daba cuenta de los límites que me ponía, de la cárcel en la que estaba condenándome a vivir.
He pasado mucho miedo a lo largo de mi vida. Diría que eso es lo que ha dominado todo. Sobre todo tenía miedo a que no me quisieran. Miedo a que me conocieran de verdad y comprobaran lo mala que soy, lo egoístas que son todas mis acciones, lo envidiosa que he sido y la amargura tremenda que hay en mi corazón. Y todo eso lo he vivido sin que nadie se diera cuenta: fingiendo hasta lo ridículo. Os contarán mi historia y todo queda al descubierto. Llegó un momento en que no era posible ocultar nada. Por si fuera poco, quedará recogido como acabé con Juan. No tengo ya nada que perder. Me queda la esperanza de que mi historia haya servido a alguna mujer y a algún hombre a no dejarse dominar por el miedo. Me encantaría decirles que elijan siempre amar y que eso libera de todos los miedos. Que lo hagan libremente, porque les da la gana. Que no esperen nada a cambio, pero que lo esperen todo gratis. El problema, lo que envenena todo es el cambio, comprar el amor, comprar el cariño, querer asegurar lo que por su misma esencia es libre. Solo Dios puede hacer el milagro de salvarme, de perdonarme tanto daño como he sembrado, toda la amargura que he repartido. No me queda ninguna solución más que esperar en él, que es lo que tenía que haber hecho desde el principio. Me habría ahorrado mucho sufrimiento, pero sobre todo, no habría envenenado la vida de los demás. Ahora confío en que Dios y su Madre pueden arreglar hasta lo más estropeado. Necesito cualquier ayuda que podáis ofrecerme. Nunca podré pagaros, pero sé que sabréis comprender mi situación desesperada.