"Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros", (Lucas 23, 35-43)
Cuando escuché la sentencia no pude reprimir un quejido de desesperación. Creo que hasta ese momento todavía no era consciente de lo que significaba el proceso y sus posibilidades. Siempre imaginaba, o quería soñar, que habría otra oportunidad. Nunca terminaba de creerme que estaba jugando con fuego, con mi vida y con la felicidad de mi familia. Pero todo se desplomó en aquel instante. Todas mis vanas esperanzas se vieron truncadas. Toda mi ingenua superficialidad desarmada. Todo mi supuesto liderazgo arruinado. No era más que un condenado a muerte. Ya no era nadie para el mundo. Por eso me extrañó tanto ver todas esas hordas de gente arremolinadas a la salida de la cárcel, camino del Calvario. No entendía nada, solo veía sus caras de odio. No los conocía pero me di cuenta de que algo extraño pasaba. Cuando me contaron la razón, un rayo de esperanza se abrió en mi horizonte. Es curioso porque había oído hablar de Jesús esos últimos meses y lo critique públicamente por ser un idealista y un embustero que se aprovechaba de los pobres, ignorantes y enfermos.
http://www.arguments.es/wp-content/uploads/vocacion/2020/04/El-mal-ladrón-crucifixión-1-254x300.jpg" alt="" width="500" height="591" />Subimos juntos por la ladera y no comprendía porque no hacía ya el prodigio de salvarse y salvarnos. Me consolaba pensando que quizá esperaba el momento final para lograr un impacto mayor. Pronto, sin embargo, me convencí de que no sucedería nada de lo que yo deseaba. Ese hombre iba directo a la muerte. No se revelaba, ni se retorcia, ni siquiera se quejaba. Pasé muy rápido de la desilusión a la amargura y empecé a descargarla en él, ya que parecía tan dispuesto a aguantar todo sin rechistar. Le reproché que no hiciera nada. Si era quien decía tenía que demostrarlo ahora. Vaya líder que no aprovechaba una oportunidad así.
Entonces llegó la gota que colmó el vaso y me desquició. Dimas me decía que me callara, que nosotros pagábamos justamente por nuestros delitos pero que él era inocente. Pobre iluso. Él dolor le hacía delirar. Jesús era el único culpable. Vaya fraude de maestro. Menuda estafa tan grande. Él sí que era un ladrón. Había robado a miles de personas ignorantes y necias la ingenuidad. Se había servido de su necesidad. La chusma nunca había entendido el engaño. Empecé a decir las palabras más hirientes que encontraba. Los reproches más duros, la condena más inapelable que me venía a mi corazón destrozado. Parecía un animal rabioso dispuesto a morir matando.
Entonces Jesús me miró. No me dijo nada pero me enseñó todo. Me mostró mi vida por la que yo sentía tanta rabia y frustración. La vi por primera vez de una forma nueva. Percibí mi sufrimiento y el dolor que provocaba a mi alrededor. Nunca había pensado que eran tan grandes, ni uno ni otro. Y comprendí que Jesús no me reprochaba nada, solo quería acompañarme, curarme, consolarme. Me abría la puerta del cielo. Solo tenía que decir que quería ir, que sí, que aceptaba un premio que no merecía, un regalo que me sorprendía, un don que sobreabundaba. Vi la luz al otro lado, la paz, un lugar maravilloso donde por fin alguien me quería como soy, incondicionalmente. Me llegó una brisa fresca y un aroma increíble. Solo necesitaba dar un paso. Dejar todo lo mío, mi desastre, para tomar todo lo suyo, su amor y su felicidad.
No os voy a decir lo que hice. El Espíritu Santo no ha querido que mi respuesta quede recogida para que nadie se sienta coartado. Se puede ver el cielo abierto y decir que no, es realmente muy difícil y sobre todo una locura, pero Dios se ha empeñado en abrir esa puerta para amarnos sin medida. Basta dejarse querer, ¡pero es que no es tan fácil!!!