"Adivina quién te ha pegado". Así me atreví a gritarle y escupirle a Jesús aquella noche horrible después de haberle tapado el rostro con un trapo sucio y maloliente. Nos estábamos divirtiendo de lo lindo con el fraude del destronado Rey de los judíos. Yo no suelo ser muy gracioso y por eso tiendo a cebarme cuando hay una presa fácil a mi alcance. Aquella noche Jesús se convirtió en mi diana perfecta. Todo parecía hacerles gracia a mis compañeros de turno, medio borrachos y agotados después de varias guardias. Todo lo pagamos con él. Estamos acostumbrados a tragar y aguantar lo indecible, pero cuando reventamos el espectáculo suele ser dantesco y aquella noche lo fue sin duda.
http://www.arguments.es/wp-content/uploads/vocacion/2020/04/la-flagelacion-o-cristo-atado-a-la-columna-cke-253x300.jpg" alt="" width="500" height="593" />Sin embargo, después de una acción tan ruín y cobarde, al quitar el trapo de la cabeza herida de Jesús pude ver su mirada. No esperaba para nada lo que vi y menos lo que sentí. Los presos solían destilar odio e impotencia contra nosotros cuando los sometemos a esa clase de vejaciones. Sin embargo, Jesús parecía mirarme diciendo: "sé que has sido tú el que me ha pegado pero no te lo reprocho. No sé qué te he hecho para que me trates así, pero debes haber sufrido mucho para aprovecharte así de un hombre indefenso como yo". Vi todas las mentiras de mi vida juntas y comprendí que a él nunca le había engañado. En ese momento fue como si él me pusiera delante todo mi dolor, todas las humillaciones que había sufrido, todo el trato inhumano al que éramos sometidos, todos mis miedos y angustias. Jesús los conocía inexplicablemente y era como si me dijera que eso le importaba y también le hacía sufrir a él. Yo le estaba torturando y él me hablaba de mi agonía. Mis amigos vieron como se me mudaba el rostro. Estaba paralizado por una mezcla de odio a mí mismo y vergüenza por lo que estaba haciendo. "¿Qué te pasa espabilado? ¿No te dará miedo este reyezuelo destronado?" Oí que gritaban. Y volvían a reír a carcajadas mientras bebían de sus odres un vino que sabía a rayos.
Mi turno estaba a punto de acabar. Solo quedaba una hora hasta la medianoche y esta tortura acabaría para mí, no para Jesús. Tenía que aguantar, mantenerme en pie, olvidar esa mirada para ser capaz de cumplir con mi deber como soldado del Imperio. Sin embargo, en mi interior algo luchaba por no desperdiciar esa rendija de bondad que se me ofrecía. Hacía años que no sentía un poco de compasión hacia mi persona. La vida en el ejército es durísima, incluso para los que estamos aquí por nuestra voluntad. Jesús me había abierto un resquicio, un clavo al que agarrarme, un favor como solo hacen los amigos de verdad. Me lo había ofrecido cuando yo le estaba castigando de la manera más brutal. No entendía porque devolvía tanto bien a cambio del mayor mal que yo era capaz de causarle.
La cabeza estaba a punto de estallarme, pero curiosamente mi corazón rebosaba de paz, de una sensación extraña de calma, como después de una tormenta. Llegaron las doce y fuimos reemplazados. Sentí una punzada en mi interior al ver quienes formaban el siguiente turno. Eran brutos, despiadados, grandes sufridores como yo. A Jesús no le iba a llegar su final de forma rápida sino a través de una lenta y dolorosa pasión. Sentí el impulso de despedirme de él, pero no me atreví a hacerlo por miedo a mis compañeros. Él me leyó el pensamiento y me volvió a mirar. Leí de nuevo en sus ojos la misma mirada, el mismo bálsamo, la misma comprensión. Estaba llorando, aunque apenas se notaba por la sangre que le caía de todas partes. Eso hacía sus ojos malheridos más brillantes y profundos. Volvió a invadirme la paz y el sosiego, el perdón por todos mis golpes y escupitajos. Quise no haberlo hecho nunca, pero era obvio que mi saña y mis burlas estaban allí, sobre su rostro maltrecho. Lo misterioso pero real era que tanta miseria no lograba borrar una forma de mirarme que no he dejado de recordar cada día de mi vida.