"Se apoderaron de Jesús y lo llevaron a la casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde los escribas y los ancianos judíos estaban esperando" (...) "El Sumo sacerdote le volvió a preguntar: — ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Jesús le dijo:—Yo soy", (Mateo 26:57-68)
Yo anuncié sin darme cuenta que Jesús debía padecer por toda la nación. Me convertí en el profeta de su muerte. Me entusiasmaba tanto ese final para un Mesías fallido, que el Espíritu Santo no lo tuvo difícil. Yo lo atribuía a la inteligencia tan grande que siempre he creído tener. Con el tiempo, caí en la cuenta de que no era esa la razón. He usado mi talento para un interés personal. He robado algo sagrado, me he apropiado de un regalo que no era solo para mí. Cuando tuve a Jesús delante aquel jueves por la noche, la vanidad y el orgullo se hicieron con mi corazón. Perdí totalmente el timón de mi vida.
Jesús nos había dirigido las palabras más fuertes que pronunció. ¿Cómo se atrevía a hablar de amor a los demás quien acusaba a la legítima autoridad de corromper la ley y los profetas? Nunca nos habían llamado raza de víboras, ciegos que guían a otros ciegos o sepulcros blanqueados. Todavía me sobrecojo al pensarlo. ¿Por qué tanta dureza? ¿Por qué esas palabras tan hirientes? ¿Por qué nos desprestigiaba delante del pueblo ignorante? Sus palabras no eran fruto de la amargura o explosiones de ira descontrolada. Se veía que le costaba decirlas. Cada una salía con dificultad de su boca. Era justo todo lo contrario de las mías, cargadas de veneno, de envidia y de rencor: rápidas, irónicas y despiadadas.
Cuando oí su voz fue imposible no pensar que lo decía todo por mí. No recuerdo nada de lo que dijo. Aunque me cueste aceptarlo, me veía reflejado en sus ejemplos. Me conocía como nadie. Aquella noche nos bastó cruzarnos la mirada para que los dos lo supiéramos. Él no me lo reprochaba. Yo a Él sí. "¿Eres tú el Mesías? Dínoslo claramente". Él reconoció: "tú lo has dicho". Yo le había juzgado ya en mi interior, pero quería oírlo para condenarle. No quería creer nada diferente de lo que estaba en mi cabeza. Contemplé a Jesús con odio y desprecio, alegrándome de su desgracia. Jesús, en cambio, no me miraba así y eso me irritaba todavía más. Jesús no se enfadó, no se sorprendió. Aceptaba su condena, o incluso parecía que estaba de acuerdo con ella, y hasta le ilusionaba. Yo no entendía nada. No podía aguantar su mirada. Me sentía observado en lo más íntimo. Tuve la sensación de que Jesús entraba en mi corazón y trataba de soltar una cadena, de romper un miedo, de abrir una puerta pesadísima que me atrapaba.
Me daba miedo no disfrutar de lo que me había costado toda una vida de sacrificio conseguir. No he llegado aquí por casualidad. He tenido que pelear mucho. Si Dios, como él dice, nos quiere porque le da la gana, si nuestras obras y nuestros sacrificios no son necesarios, he perdido el tiempo cansándome y privándome de mil cosas increíbles. Soy un náufrago. Dios me ha enviado su tabla salvadora, Jesús, y yo he preferido hundirme en un mar de dudas antes que deberle a Dios el mayor favor que puede recibir un hombre: ser amado libremente, sin mérito alguno.
El cumplía la voluntad de su Padre, yo me servía de ella. Solo buscaba tranquilidad y seguridad. La ley es mi única tabla de salvación. Con ella sé a qué atenerme. Es muy cómoda aunque sea exigente. No me llevaré ninguna sorpresa. Sin embargo, Jesús era una incógnita continua: nunca sabía cómo iba a reaccionar. A decir verdad, llegó un momento en que logré adivinar cómo pensaba y sentía: justo al revés que yo. No soy muy creativo y salirme del guión no es mi especialidad. Ya lo había predicho y no pude escaparme de mi profecía: era superior a mis fuerzas. Jesús moría para salvar a la nación. La cuestión era si yo me iba a dejar salvar por un Mesías tan sorprendente.