¿Y quién era Amaya? Como ella misma explica, Amaya era feminista, atea y anticlerical (con odio hacia todo lo que saliera de la Iglesia, y en particular hacia dos personas: Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta); estaba a favor del aborto, de la eutanasia y del divorcio. Amaya pensaba que para ser feliz había que llegar a lo más alto en el trabajo, tener éxito y prestigio profesional, fama, ser reconocida y aceptada por los demás, ganar dinero y poder concederse todo tipo de placeres... Su mundo era eso. Era enfermera, trabajaba en una clínica en Bilbao. Allí empezó a despuntar en su trabajo y a llamar la atención de sus jefes, quienes viendo todo su potencial, decidieron proponerle bajar a los quirófanos donde se practicaban abortos, eso sí, sin decir ni una palabra de lo que iba a realizar a nadie (ni siquiera a su marido). Y así fue como Amaya bajó al infierno y empezó a colaborar con la práctica de abortos.
Ojalá fuera metafórico, pero no es así. Los quirófanos donde se practican abortos son eso, el infierno. Hay lágrimas negras, gritos, sangre y restos humanos, huele mal, hay convulsión física, segregación hormonal, hay dolor, hay miedo, hay angustia, hay sufrimiento, hay soledad... y hay muerte, muerte de inocentes no nacidos.
Un aborto dura 7 minutos. No más, porque cuanto menos tiempo se emplea, más mujeres pasan por allí y más dinero se gana. El aborto es un negocio vendido bajo el lema de libertad, derecho o progreso. Es una gran mentira, porque no se quiere liberar a la mujer de nada, sino ganar dinero a costa de su sufrimiento.
A las mujeres que llegan, primero se les aísla, para que no tengan contacto con nadie que pueda hacerles cambiar de opinión. Se les tumba en la camilla y se les hace una ecografía para ver de cuántas semanas está embarazada. Luego se les deja sordas, se apaga el ecógrafo para que no escuchen los latidos del corazón de su bebé (porque está comprobado que el índice de mujeres que deciden no seguir adelante con el embarazo decae considerablemente). Y también ciegas; se gira la pantalla del ecógrafo para que tampoco lo vean, por el mismo motivo. Está prohibido entablar conversación con ellas, para no sentir compasión. Tan solo se les da la mano, para que tengan algo a lo que agarrarse y asegurarse así que no se levantan de la camilla. Mientras tanto, la enfermera impasible le va repitiendo que no se preocupe, que todo va a salir bien y enseguida acaba todo. Le abre las piernas y coloca un cubo debajo, donde caerán los restos del bebé. A continuación entra el médico, y comienza con el aborto. Según las semanas de gestión usa unos instrumentos u otros. Cuando es muy grande, tiene que ir troceándolo dentro del útero, para poder sacar después los miembros descuartizados. Pero durante esta operación, el bebé sigue vivo, y sufre, siente mucho dolor, hasta que finalmente muere. Y rápidamente se saca a la mujer de allí para que se vista y deje su sitio a otra. Se limpia todo y se vuelve a empezar.
Pero un día, al vaciar un cubo tras un aborto, vio un pie de un feto que se quedó en la camilla ¡y se bloqueó...! ¡No podía reaccionar! Se le vino el mundo encima y en su cabeza empezó a rondar esta idea: "Algo estamos haciendo mal, si para defender los derechos y la libertad de las mujeres, tenemos que acabar con la vida de otras mujeres". Una compañera suya pasó por detrás y al verla así, le preguntó: "¿tú quieres seguir trabajando aquí? ¡Pues eso no es un pie, es un coágulo!". Y el resto de los días ya no volvió a ver bebes, sino coágulos; y tampoco mujeres tumbadas en la camilla, solo cosas que le reportaban dinero.
Cada vez empezó a estar más angustiada, más vacía. Le costaba dormir. Empezó a correr, y a correr. Pensaba que así, agotándose hasta el extremo conseguiría reducir su angustia y conciliar el sueño. Pero no fue así. Buscaba desesperadamente la paz, y se refugió en el budismo (aunque tampoco la encontró allí). Aparentemente lo tenía todo; pero en cambio ella se sentía vacía. Su vida no tenía sentido. Un día al volver a casa, su marido le dice que lo suyo se ha terminado, que se acabó el amor, y que la deja. Ahí Amaya termina de hundirse, y comienza a rondar por su cabeza la idea de suicidarse. ¿Para qué seguir viviendo con ese sufrimiento? ¡No tienes nada, no vales nada, nadie te quiere, estás sola!
Tras varios intentos fallidos de suicidio, un amigo suyo budista le propone irse a ayudar como personal sanitario a Katmandú, tras los terremotos. Y pensó: "¿Por qué no? Voy allí, hago algo altruista por los demás, y después, me quito la vida y acabo con este sufrimiento insoportable".
Y en medio de la ciudad, en plena cuna del budismo, paseando por Katmandú, se le acercan dos hermanas Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa que le agarran y le dicen que tiene que ir a un sitio. Sin saber muy bien por qué, Amaya va. Y le hacen volver al día siguiente para hablar con la hermana que sabe castellano después de Misa. Y Amaya vuelve, sin duda, movida por Dios, que solo quiere salvarla. Allí tendrá lugar su encuentro con Jesús Resucitado, quien le hablará directamente al corazón, y le dará un nombre nuevo: María. Por eso Amaya ahora no es Amaya, es María del Himalaya. Con su perdón, le regalará la fe, y María comenzará a vivir de nuevo, a vivir la vida a la que todos estamos llamados a vivir, pero que ella había renunciado (como tantos otros que siguen perdidos...): la vida de los hijos Dios.
Con motivo del estreno de la película "Amanece en Calcuta", en la que da su testimonio, tuvimos la suerte de conocerla en persona y charlar sobre distintos temas: preguntarle por su conversión, por su trabajo, su trayectoria, cómo es su día a día ahora, pedirle consejo sobre distintas cuestiones, etc. Te dejamos la entrevista para que le escuches en primera persona y la compartas con los que tienes cerca, con el deseo de que los que estén lejos -como lo estaba ella- vuelvan a casa.