Jesús murió por todos, pero especialmente para salvarme a mí. Se me dio una segunda vida. Volví a nacer. Se me regaló una oportunidad mejor que la anterior. Ahora ya me conocía mejor y sabía de lo que era capaz. Aquel día empecé a escuchar mi nombre en el patio. Junto a él se oían multitud de gritos y palabras que no comprendía y una que me dejó helado: crucifícale. Estaba convencido de que mi hora había llegado. Me revelaba interiormente y externamente no podía dejar de moverme en el calabozo y de sudar. Sabía perfectamente lo que les aguardaba a los crucificados, antes, durante y después. No se lo deseo a nadie y un temblor me invadió el cuerpo. Sudaba acalorado pero no paraba de tiritar. Ya no oía ningún sonido en el patio. Solo mi corazón que palpitaba queriendo salir de su sitio.
No me arrepentía de lo que había hecho, pero maldecía mi mala suerte aquel día en que me apresaron. Desde que entré en prisión sabía que llegaría el día, pero pensaba que no sería tan pronto. ¡Crucifícale, crucifícale! gritaban más alto cada vez. Me empezó a faltar el aire en aquel calabozo diminuto y húmedo. Sentía mi cuerpo desgarrarse y estirarse clavado en la cruz. Me veía abandonado de todos mis amigos y compañeros. Solo en lo alto de la cruz esperando la muerte en la más completa de las humillaciones. Entonces llegaron los soldados. "Eh, tú, bandido. Sal de ahí. Verás lo que te espera". Tuvieron que llevarme a rastras y a golpes porque estaba paralizado.
http://www.arguments.es/wp-content/uploads/vocacion/2020/04/Barrabás-_Ecce_Homo_-_Google_Art_Project-254x300.jpg" alt="" width="500" height="590" />Vi el odio en las caras de la gente pero de repente me di cuenta de que a mí me recibían con una mezcla de alegría y asco. No entendía nada. A mí lado estaba el arrogante de Pilatos y a su lado había un hombre que no parecía hombre. Estaba sangrando por todas partes, venía de algún lugar donde no le habían tratado especialmente bien y casi no podía levantar la mirada. Vi que el odio se dirigía a él. Las miradas, los gritos, los insultos eran para él. Jesús era su nombre, según escuché a Pilato. Les estaba ofreciendo la posibilidad de salvar a uno por la fiesta de los judíos: a Jesús o a mí. Entonces Jesús se convirtió sin hacer nada en mi enemigo mortal. Lo que hasta ese momento era una muerte segura se convirtió en una posibilidad. El corazón me dio un vuelco y pensé que tal como estaba ese hombre no sobreviviría mucho, así que era mejor que fuera él a la cruz. Traté de mirar con buena cara a los que gritaban pero sentí el frío de su indiferencia. Yo no les importaba en absoluto. Querían acabar con Jesús en la cruz.
Llegó el momento de la verdad. Pilatos pidió silencio. Preguntó por última vez a quién debía salvar y el pueblo no le dejó ni terminar: "¡A Barrabás!". El pueblo me elegía. Me salvaba. Pero al mismo tiempo, sentía la más absoluta indiferencia por mi vida y mi suerte. Estaba salvado, pero nadie se alegró. Pilato preguntó: "¿Qué hago con Jesús? ¡Crucifícalo!", aullaron. No eran gritos, no eran palabras, eran aullidos. Eran una jauría hambrienta. Estaban devorando viva a su presa. No querían darle ninguna opción. Y yo me encontré en medio de todo ello, liberado y feliz, aunque inquieto. No comprendía lo que me pasaba. Debería botar de alegría. Jesús se cambiaba por mi feliz, me regaló una segunda oportunidad. Miré a Jesús y él pareció intuir mis sentimientos. Se hacía cargo de que me sentía culpable. Yo que no había sufrido ningún remordimiento por lo que me llevó a la cárcel, estaba ahora roto de dolor por lo que me sacaba de ella.
Jesús me transmitió esperanza, me hizo descubrir que se me daba una segunda oportunidad, un nuevo regalo porque el anterior lo había destruido. Me bastó una breve mirada mientras me empujaban por las escaleras del Pretorio para comprender mi estupidez y su amor, su cariño. Se cambiaba por mí pero lo hacía feliz. Vino a la cárcel para sacarme a mí. Cargó con mi delito. Me hizo libre y ya no quiero volver a derrochar mi libertad. No quiero malgastarla. Yo también quiero salvar a muchos, cargar con su dolor, pagar por sus culpas, liberarlos de la esclavitud, darles esperanza. Tengo la mirada de Jesús clavada en mi pecho y cada vez que veo a un hombre atrapado por el pecado, esclavo de su orgullo, trato de mirarle como él lo hizo. Funciona. Jesús les mira a través de mí y los libera, se cambia de nuevo por ellos, carga con su dolor y los llena de vida nueva.