Nunca ha sido fácil mi trabajo pero aquel día fue tremendo. Se puede decir que me he acostumbrado a castigar a los hombres. Me ayuda pensar que lo hacemos para salvar a los inocentes de las garras de los criminales. Intimidamos a posibles delincuentes para que vean lo que les espera. Aunque sea un trabajo muy duro, es peor lo que semejantes bandidos pueden hacer a sus víctimas. Pero aquel día, aquel viernes, no había ningún motivo para lo que hacíamos: sólo el odio y la envidia de un grupo, no muy numeroso, de judíos. Jesús no era culpable y eso saltaba a la vista de cualquiera mínimamente cuerdo. No había nada que ayudara a pegarle, ningún inocente al que salvar, salvo él. Y no podíamos hacer otra cosa que nuestro trabajo. Golpearle con todas nuestras fuerzas, hasta quedar agotados y no poder más.
Lo vi retorcerse de dolor. No se pueden repetir los alaridos que profieren los condenados cuando todavía tienen fuerzas. Luego solo gimen. Jesús no dijo ninguna palabra de reproche, ninguna recriminación, ninguna maldición. Se le veía extrañamente sereno ante un dolor que a veces hace desmayarse a los que asisten a la flagelación solo de imaginárselo. Vi que de vez en cuando se cambiaba una mirada con una mujer del público. Tenía un gesto muy parecido a él y me distraje varias veces, porque llegué a pensar que le dolía tanto como a él. Cada golpe le hacía morderse el labio, pero no apartaba la mirada. Supe después que era su madre. No me puedo quitar su rostro de la cabeza. Tenía la misma serenidad aunque las lágrimas habían dejado un amplio surco en sus mejillas.
Quería parar, quería que fuera la última vez que le golpeaba. No pensaba que iba a aguantar mucho más, pero mi capitán repetía mi nombre acompañado de algún adjetivo y me exigía que lo hiciera más fuerte. Empezó a dolerme la cabeza y cada golpe se me hacía un suplicio. Las ampoyas de mis manos se habían abierto y mi sangre se mezclaba con la que salpicaba del cuerpo roto de Jesús. Alguien gritó desde la multitud pidiendo que parara aquella tortura. No era humano lo que estábamos viendo. Tanta crueldad no cabe en el corazón de nadie. La gente se fue retirando. El espectáculo se hacía dantesco, repugnante, descorazonador hasta para sus enemigos. Jesús quedó hecho un trapo deshilachado. Tirado por el suelo parecía un gusano aplastado más que el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, el Mesías. Acababa de ser ungido con la sangre real que corría por sus venas. Su sangre serviría para marcar todas las puertas de la humanidad y para salvar a quien lo quiera.
Cuando lo desatamos se derrumbó sin fuerzas y sin apenas respiración. Y de nuevo, su mirada, su paz, su dolor tremendo conviviendo con su sereno observarnos, con un poco de curiosidad. Nos contemplaba sin decir nada. No apartaba la vista y no nos sentíamos intimidados cuando clavaba los ojos en alguien. ¿Por qué tanto dolor? Nos respondía con sus ojos llenos de lágrimas y de sangre que no teníamos que avergonzarnos por lo que habíamos hecho. Él sabía que cumplíamos órdenes. No nos tendría en cuenta lo que habíamos cumplido. Él se entregaba libremente y libremente nos liberaba de la carga que nadie podría haber soportado. He tenido que dejar este trabajo. Ya no puedo pegar a nadie ni castigarlo sin recordar a Jesús. Son ellos los que sufren. El mal lleva su castigo totalmente dentro de sí mismo. No hace falta añadirle nada: es muy cruel por naturaleza, no perdona. Jesús sí. El me liberó de la necesidad de juzgar. Me regaló una vida sin juicios. Ya no necesito encontrar culpables. Detecto enseguida el dolor de los que se equivocan y trato de acordarme con qué serenidad lo llevaba Jesús para acompañarles y aliviarles, si se dejan.