Les repartieron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles (Hch 1,26). «¿Yo? Pero... ¿Seguro que no te equivocas, Pedro? Piénsalo bien, por favor. Por mí encantado, pero no respondo». Estas fueron mis torpes palabras cuando Pedro me comunicó que el Espíritu Santo me había elegido para sustituir al pobre Judas. Entraría a formar parte del grupo de los Doce. ¿Por qué yo?
Porque a Dios le da la gana. Es el motivo por el que actúa siempre. Porque Dios ama libremente y no calcula. Porque suele elegir a los menos capaces, para que sea patente que su gracia es la que hace todo. Porque disfruta con los pequeños y los pobres. Porque lo que busca es nuestro corazón. Porque es Bueno. Porque es muy majo. Porque es eterna su misericordia. Porque Él decide cómo ser feliz y elige la manera menos lógica, la más sorprendente. Le gusta mucho ir contra las apuestas, las previsiones, «lo que siempre se ha hecho» y lo que «todo el mundo piensa». Me imagino que sustituir a Judas no es algo agradable para nadie. Menos lo era para mí. Judas y yo éramos muy amigos. Yo le debo muchas cosas, muchos momentos compartidos de misión, muchas alegrías y muchos dolores pasados juntos. Su final, al menos el que nosotros vimos, nos dejó a todos helados, destrozados y sin saber cómo reaccionar. Nadie se imaginaba una cosa así. Lógicamente ese día se mezclaron miles de sentimientos en mi interior. Pero la muerte de Judas y su traición no fue una parte pequeña de mi dolor y estoy seguro que tampoco del de Jesús.
No me aplastaba todo esto, gracias a lo que había visto en Jesús y a lo que había comprobado mil veces: su forma de pensar no es la nuestra. Su corazón no reacciona mezquinamente como el nuestro. Él me pedía que le acompañara, se hacía cargo de lo que sentía, del miedo mezclado con el dolor y el vértigo. La desesperación se pega rapidísimo. Sin embargo, con Jesús todo era posible. Incluso que yo fuera un Apóstol. Echaron a suertes y salió mi nombre. Nadie habría apostado por mí. El otro candidato, por sobrenombre “justo”, era el que todos deberían haber preferido, también Jesús. Pero Él confió en el que nadie esperaba. Jesús se arriesgó conmigo, incluso después del golpe tremendo que supuso para Él la traición de Judas. No reaccionó a la defensiva. Atacó y volvió a confiar en un hombre que no daba demasiadas esperanzas. Nadie conoce mi sobrenombre, y no lo voy a revelar después de tantos años. Siempre he tenido mucha suerte, y aquel día no fue una excepción, sino el regalo más grande, la suerte más inesperada, la alegría más plena.
Quizá todo os parece un poco tremendo. A mí no, porque veía la cara de Jesús y me daba una paz indescriptible. Él me susurraba: «Serás fiel, serás Apóstol, llevarás mi luz y mi salvación hasta el último confín de la tierra. De vez en cuando, te caerás, te tropezarás, te hundirás; pero esos momentos serán claves para recordar que Yo estoy contigo, que Yo soy el que te he llamado, que no eres tú el que me ha buscado, sino que soy Yo quien te ha elegido. Matías, eres mío, para siempre, para siempre, ¡para siempre!».