… antes de que el gallo cante, me negarás tres veces (Mt 26,34)
Cada vez que intento hacer algo por mí mismo el resultado es el mismo: una metedura de pata cada vez más grande. Pero nunca aprendo. Ni siquiera ahora en el Cielo me acuerdo. Soy demasiado rápido para lanzarme. Soy un especialista en «yo me encargo» y sobre todo en liarla.
Jesús tuvo que sacarme del agua, pegar una oreja del bueno de Malco, ponerse serio para lavarme los pies, y echarme la mejor bronca de la historia (¡Apártate de mí, Satanás!). Pero lo hacía con tanto cariño que yo, que soy todo corazón, me derretía: nunca me enfadaba y mira que tenía experiencia sobre cómo hacerlo. Me quedaba encantado cada vez que Él intervenía para frenarme. Puede que algunos piensen que odio los gallos pero nunca me había gustado tanto su sonido hasta aquel viernes. Lloré porque vi y sentí claramente que Jesús me perdonaba. Me había perdonado antes, cuando le prometí que no le dejaría y por eso el sonido del gallo me recuerda siempre que Dios me conoce y me quiere como soy. Le hace mucha gracia y le encanta salvarme.
A Dios no le importa que yo sea así de «bocas». Al revés, le sirve. Como yo no tengo que encargarme de nada, he aprendido a meter la pata y disfrutarlo. Dios me regala siempre su perdón y mi vocación es una confirmación de que Dios siempre perdona. Porque Dios me llamó, mi miseria no es obstáculo, al contrario, es trampolín. Dios demuestra a todos que se puede ser muy pecador y Apóstol, e incluso su Vicario. Que Él busca a los pecadores y que, si le dejamos, hace maravillas incluso con hombres como yo. Cuántas veces le vi mirándome con cara de «Pedro, la estás liando. Quédate quietito y no toques nada que lo vas a romper». Pero siempre había un gesto, una leve y cómplice sonrisa, un arqueo de cejas, o un comentario que pocos entendían, que me hacía pensar que lo arreglaría todo al final. Cuando Jesús arreglaba mis errores, la solución era muchísimo mejor que el punto de partida. No os voy a decir que cuando lo descubrí empecé a multiplicar mi fuerza destructora, pero sí es cierto que me solté muchísimo. Ahora podía ser yo, actuaba con libertad, metía la pata sin aprensión, armaba lío sin miedo.
Fue entonces cuando descubrí que a María también le divertía mucho cómo era yo. Una noche les escuché como hablaban ella y Jesús de mí. No paraban de reírse mientras María me imitaba a la perfección. Yo había hecho alguna bobada, pero contada por ella era divertidísima. El gallo me recuerda siempre esa noche en que los vi ser felices quitando hierro a los problemas que tenían divirtiéndose conmigo.