Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). Me fío muy poco de los demás y menos de mí mismo. Soy tan frágil. Me quiebro siempre en los mejores momentos. Por eso necesitaba ver, no solo aquel domingo en el Cenáculo, sino siempre. Hasta aquel momento yo no había entregado mi vida, no le había dicho que sí de verdad. Solo estaba probando a Jesús, valorando si merecía la pena estar con Él, midiendo mis fuerzas y las suyas.
Pero ese domingo, una semana después de la Resurrección, Jesús me ganó el corazón, derrumbó todas mis resistencias, me regaló su libertad, me hizo ver que no me reprochaba nada, que no estaba enfadado. Disfruté viendo su sonrisa vencedora. Nunca me había gustado tanto perder una apuesta, salir vencido en un combate: «Ven aquí, Tomás, cabezota, ya verás qué maravillas vamos a vivir juntos». Me lo decía todo con los ojos: se le veía emocionado de volver a verme. «Qué idiota he sido» recuerdo que pensé, pero a la vez me sentía tan feliz y en paz, que no me importaba haber hecho el idiota. Jesús me pagaba con una entrada en primera fila en sus llagas, en su corazón.
Eso fue lo que me ganó, lo que me desarmó, lo que me derrotó definitivamente. Él me amaba incondicionalmente y eso para mí era la clave. Yo soy muy amarrón. Me gusta tenerlo todo controlado. Y Jesús me hizo saber que me quería así, que Él lo sabía desde el principio, que estaba junto a mí y que me ayudaría a fiarme más y más. Por eso veo mi vocación como un regalo. Porque era justo lo que yo necesitaba. La seguridad que nadie me iba a dar, Jesús me la regaló. Yo me sentía querido como nunca, pasase lo que pasase. Todos habíamos traicionado al Maestro, y yo el que más tardé en reconocerlo, pero Él me pagaba, a cambio, con el primer puesto. Me sentí libre. Por primera vez intenté decirle a Jesús que sí, que yo también querría amarle así, libremente, sin condiciones. Y Él me demostró que eso le consolaba, que le hacía feliz: ¿qué más se le puede pedir a la vida? Solté amarras y mi barco acabó muy lejos, en Oriente, hablando a todos los que encontraba del mejor regalo que uno puede recibir en el cielo y en la tierra: un Dios entusiasmado contigo y sediento de tu amistad.
No os cuento, porque no existen palabras, cómo vi de reojo unas lágrimas de emoción correr por la mejilla de María, cuando yo aparecí. Sé que fue ella la que mandó que fueran a buscarme donde yo me había escondido para que nadie me encontrara. Al verme de nuevo allí con su Hijo, supe que la hacía la mujer más feliz del mundo. Eso hizo que mereciera la pena todo lo que Jesús y yo habíamos sufrido hasta ese momento.