"Entonces la criada que cuidaba la puerta dijo a Pedro: ¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre? Y él dijo: No lo soy", (Jn 18:17).
Ante un galileo atemorizado como Pedro me crecí, me hice valiente, me hice perversa. Sabía que los hombres más bocazas son pan comido. Cuanto más abren la boca más fácil es humillarlos, vencerlos y destronarlos. Por eso, ante Pedro sentí que mi momento de gloria estaba cerca. Es increíble cómo un hombre puede llegar a ser tan previsible. Le empecé a decir en alto, mi voz se oye a manzanas de distancia, que él también parecía galileo. Yo lo había visto en alguna ocasión con Jesús. Sentía tristeza al ver a toda esa gente que le acompañaba. Al principio pensaba que me daban lástima porque los engañaba, pero cuando vi que eran felices, cuando vi sus ojos que decían la verdad, me llene de envidia cochina. Soy la encargada de la puerta y sé perfectamente cuando alguien está mintiendo. Tengo amigas que siguen a Jesús y sé que dicen la verdad, que sus vidas han cambiado, que se han sentido perdonadas y curadas.
Yo he visto mucha vida y tengo ya demasiadas experiencias. Las modas son así: llegan, triunfan, decrecen y se marchan por donde vinieron. Sabía que el fenómeno de los seguidores de Jesús no pasaría y me sentía descartada, no invitada a ese festín. Yo no era digna, era sin más una pobre portera, con una buena voz pero nada más. Por eso, aproveché al pobre de Pedro para hacerlo carne de mis mejores burlas. Esa noche todo iba a salir según mi voluntad. Se lo tenía merecido el nazareno por no haber contado con la persona que de verdad controla y manda en Jerusalén. Muchas veces pensaba, y estaba convencida, de que todo tenía que pasar por mis manos. Creo que esa actitud, ese control, esa deformación profesional me estaba haciendo daño, me estaba amargando el carácter.
http://www.arguments.es/wp-content/uploads/vocacion/2021/03/negación-de-San-Pedro-portera-del-templo-224x300.jpg" alt="" width="450" height="604" />Arremetí contra Pedro pero era a mí misma a quien golpeaba. Era mi miedo el que caricaturizaba. Yo tampoco me atrevía a reconocer que el nazareno me había “enganchado”, me había robado el corazón. Sus palabras eran tan limpias, tan suaves, tan dulces. Para una persona como yo, acostumbrada a tratar con la morralla de las «mejores» familias, su voz era un bálsamo, incluso aquella noche en medio de los gritos, los insultos y los golpes. Por fuera adoptaba una postura burlona pero por dentro sabía que estaba tocada de muerte. Era como una leona herida. Sus palabras salían suavemente de su fina boca. Las pronunciaba delicadamente, como pidiendo permiso para calar en los corazones. No se imponía. A mí todo el mundo me decía continuamente lo que tenía que hacer y por qué debería pasar a la morada que guardo y custodio. Jesús, en cambio, me pedía permiso para entrar en mi hogar, en mi corazón. Para una portera eso ya es mucho. Estoy muy acostumbrada a desenmascarar las excusas. No había ni asomo de ellas en las palabras de Jesús. Él me invitaba a convertirme en la portera de su paraíso, para cuidar sus puertas, que deberían permanecer siempre abiertas y acogedoras. Sin embargo, preferí lo que ya conocía aunque fuera malo, pésimo mejor dicho. Ya se sabe que el refrán está por algo.
Fue entonces, después de humillar a Pedro y reírme hipócritamente, cuando vi algo que me hizo rendirme al amor de Jesús. Digo lo de la risa falsa porque tenía unas ganas de llorar que no podía con ellas. Me había burlado de lo que yo misma sentía por dentro. Me estaba castigando por intentar confiar en Jesús. Lo que vi en ese instante no es fácil de describir, pero contemplé muy de cerca la mirada de Jesús y las lágrimas de Pedro. Fui testigo excepcional de algo maravilloso. Mentiría si no contara que después de a Pedro, Jesús me miró a mí y lo hizo como nunca nadie lo ha hecho. Yo me puse a llorar como una loca. Las lágrimas de Pedro eran de principiante comparadas con las mías. Yo también llevaba años haciéndome la fuerte, la dura, la fría y todo lo acumulado, todo el amor que necesitaba, acababa de llegar de repente y de la manera más inesperada y sorprendente. Jesús me pedía entrar en mi casa y yo le dije que sí con mis lágrimas abundantes y gozosas. Me sentí perdonada a pesar de tanta resistencia, querida aún en medio de tanta dureza de corazón, esperada después de tanta sospecha. Jesús se sirvió de mí para que Pedro se conociera mejor y Pedro fue el instrumento para que yo me encontrara con su mirada.