Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate») (Mc 5, 40-41)
Me llamo Ruth y mi padre es más conocido que yo. Se llama Jairo y es el jefe de la sinagoga de Cafarnaún. Cuando yo tenía 14 años me puse muy enferma. No tenía fuerzas para nada. Cualquier cosa me dejaba agotada y la cabeza parecía querer estallar cada vez que latía mi corazón. Mis padres estaban preocupadísimos, imagino que con razón. Yo era más práctica. No pensaba tanto en el futuro. Posiblemente no me hacía cargo de lo que pasaba. A veces el dolor era insoportable pero otras veces lo único duro era el aburrimiento, no poder salir de casa ni ver a mis amigas. Con el tiempo comprobé que no era un simple catarro o un resfriado un poco más agudo. Mis padres cambiaban de tema cuando les preguntaba cuándo me iba a curar y me empezó a rondar la cabeza un presagio muy oscuro. No sabía muy bien decir por qué pero me llenaba de miedo solo pensar en que pudiera morir tan joven. Ese presentimiento empezó a no dejarme dormir.
Menos mal que tenía a mi madre y a mi padre. Fue ella, sobre todo, la que se dio cuenta de que algo me había pasado. Con lágrimas todavía en los ojos vino a abrazarme y a preguntarme qué me parecía lo que estaba sucediendo, ahora que ya había descubierto la verdad. No supe qué decirle. Ella, suavemente, mientras me acariciaba y mecía mis cabellos me dijo que estábamos en las manos del Señor, que nadie me quería tanto como Él, aunque para ella fuera imposible de imaginar. Me aseguró que no me dejaría sola nunca y que confiara en que Dios cuidaría de nosotros. Yo no entendía nada, ¿por qué el Señor me dejaba sufrir? ¿para qué servía tanto dolor? Sin embargo me quedé tranquila al ver a mi madre sufriendo pero en paz y me dormí en sus brazos que nunca habían sido tan fuertes como aquella noche.
Entonces comprendí que mi misión era ayudar a mis padres a llevar su dolor, a aceptar la voluntad del Señor y a descubrir el tesoro que nos brindaba su misericordia. Aunque no sabría cómo explicarlo mi enfermedad era una caricia divina. Toda mi vida había sido un regalo, pero esos últimos meses lo iban a ser de una forma especial. No estaba dispuesta a desaprovechar ni un instante. Quería amar de verdad y hasta el final a cada uno. Quería que fuéramos más felices que nunca, que el recuerdo de aquellos días fuera un bálsamo para mis padres cuando ya no estuviera. El Señor me arrancó de cuajo el miedo porque me hizo mirar más arriba. Me dio una misión que me hizo saltar por encima del miedo que sentía todavía. La muerte seguía ahí pero ya no estaba solo ella. Había perdido su aguijón, su veneno, ahora era un recordatorio para disfrutar cada segundo. Entonces oímos hablar de Jesús y de sus milagros. Aunque no lo decíamos en alto, todos teníamos el sueño de que Jesús me curara. Mi padre se lanzó al final. Yo estaba ya agonizando. Sentía que la vida se me escapaba. Estaba feliz de cómo habíamos disfrutado los últimos meses y cansadísima de tanto dolor. Sentía un deseo imparable de descansar. Dicen que ya había muerto cuando llegó Jesús. Pero que Él me tocó y me hizo levantar. Me parecieron tan increíbles su rostro, sus manos y su voz que no me di cuenta de que no me dolía nada, de que caminaba otra vez después de meses, de que había estado muerta y volvía a la vida. De repente, como un fogonazo todo me vino a la mente y al corazón, y estallé de gozo, de alegría. No me cabía tanta felicidad en el corazón y mis padres lloraban a moco tendido. Yo también reía y lloraba al mismo tiempo, y vi que Jesús también se emocionaba. Ahora entiendo mejor que nunca el tesoro que es mi vida. Quiero disfrutarla. Me encantaría ayudar a muchas y muchos a descubrir un amor y una ternura que no tienen límite.