Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?». Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». (Jn 1, 48) ¿Que qué hacía debajo de la higuera? ¿Qué más os da? A Jesús le importaba y eso era lo decisivo. Quizá os parecerá una inmadurez entregar la vida por una bobada así. Yo me di cuenta de que no perdía nada. Dios me regalaba todo. Ese detalle de Jesús, saber dónde estaba yo en aquel momento decisivo en mi vida, era algo que puede parecer muy pequeño. Sin embargo, para mí lo era todo.
Era la señal de que Jesús tenía un corazón muy grande capaz de llegar hasta lo más profundo de mi vida, hasta donde nadie había llegado nunca. Me sentí conocido, querido, comprendido, acompañado, animado e incluso esperado con ilusión. Vi un punto de asombro en la voz de Jesús. Pensaréis que soy un soberbio y acertáis de lleno, pero mentiría si no dijera que pude apreciar un punto de admiración en sus palabras y en sus gestos. En ese momento me echó un piropo que sorprendió a todos: a mí el primero. Dijo que yo era un verdadero israelita en quien no había doblez ni engaño. Me pareció oír a uno, no diré su nombre, que decía: ¡Es que es muy simple este Bartolo! (que es como todos me conocen).
Reconozco que no me suelo complicar mucho la vida y que me encanta reírme, también cuando meto la pata. Es verdad que cuando la gente se pone elevada pierdo el hilo de la conversación enseguida. No se puede decir que sea el más listo del grupo, vaya, pero no me importa lo más mínimo. Alguna vez, uno de nosotros, no diré quién -pero es hermano del otro del comentario-, me contó cómo a veces le daba vueltas la cabeza y no podía sacarse una idea. Eso debe de ser tremendo. Gracias a Dios que a mí no me ocurre. Una vez me pasó algo así y me agarré un mareo que me tuve que tumbar y todo. Me sentó tan bien esa siesta que a veces pienso que con dormir se arregla casi todo. A mí, por lo menos, me cambia la vida.
Como todos, huí de la Cruz, me escondía por miedo a los judíos. Tenía tanto pavor que no me preocupé por saber dónde estarían los otros. Corrí, corrí, y corrí. Estaba como loco. No sabía adónde iba. Me escondí como pude. Pensé que nadie me encontraría. Pero me encontró mi madre y me dijo: «¿Qué haces aquí cariño?». Le dije que hablara bajo, que posiblemente me estaban buscando. Ella me tranquilizó: «No te preocupes, hijo, a ti nadie te va a buscar. Están demasiado ocupados con Jesús. Tú no eres un peligro para nadie». Tenía toda la razón. Otra vez me había dejado llevar por el atolondramiento. Ya sé que no me debo fiar mucho de mis ideas pero cuando estoy nervioso, no consigo salir del empanamiento. Bartolo, empanado!!! Eso me digo, y me río. Aquel día no. Lloré pensando en Jesús y en lo cobarde que había sido. Mi madre me dijo que Jesús me perdonaría. Que todos lo habíamos dejado solo, pero que Él no guardaría rencor. «¡Ten paciencia, Bartolomé, ten paciencia que lo mejor está por venir!». Mi madre siempre acierta, no sé cómo lo hace.