Cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4). No he conocido a Jesús cuando vivía entre nosotros como uno más, pero le he perseguido como nadie. Quizá por eso me pagó con una misión entre los gentiles y me hizo recorrer el mundo entero anunciando que ha venido a salvarnos, a socorrernos, a hacernos libres por fin, a llenar de su ternura y de su amor nuestros corazones.
Cuando se me apareció en el camino de Damasco me impresionó cómo se dirigió a mí. Me dijo que era Jesús, al que yo perseguía, pero no había nada de reproche en su voz. Nunca había oído unas palabras tan fuertes dichas con toda dulzura. No sabía qué decir. Estaba lleno de vergüenza y al mismo me sentía perdonado en lo más profundo de mi corazón. Era como si Jesús me mostrara todo su dolor y todo su amor al mismo tiempo. Me caí al suelo, no era para menos. Las piernas ya no me sujetaban. Temblaba de arriba a abajo. Toda mi arrogancia de pie y junto a ella todo mi deseo de encontrar a Dios, el amor y la verdad. Jesús me ofrecía la mano para levantarme del pozo tremendo que yo mismo había cavado. Era como si me dijera: «No te preocupes Saulo, te conozco perfectamente. Todo lo haces hasta el final y como te has equivocado el error ha sido muy gordo, pero yo lo voy a reparar y te voy a hacer instrumento mío para dar mucha luz y mucha paz. Prepárate para una aventura como nunca has soñado. Vas a llenar de esperanza los corazones de mis discípulos y les vas a mostrar las maravillas de su misión».
Mi alma se debatía entre la desesperación por mi suficiencia destronada y el amor de Jesús que se me regalaba incondicionalmente. Mi vocación aparecía como un don inmerecido y desproporcionado. Dudaba si acogerlo porque me sentía totalmente indigno. Sólo quería pedir perdón a todos los discípulos que había perseguido. No podía quitarme de la cabeza a Esteban. Pero Jesús no me dejó detenerme ni un minuto en mí, en mis fuerzas y en mis errores. Me puso en marcha inmediatamente. Me lanzó a la misión sin estar preparado, sin haber escuchado apenas su mensaje. Mis ganas de aventura y de llevar el Amor que me había perdonado pudieron más y me lancé con una sensación conjunta de miedo y alegría, de vértigo y de ilusión. No quería decirle más veces a Dios lo que debía hacer en cada momento. Ahora iba a dejar al Espíritu que llevara las riendas de mi vida.
Jesús me fue enseñando todo a través de Ananías, un valiente que se fío de mí y me cuido, pero en realidad fue el Espíritu Santo quien tuvo que hacer horas extras para que yo pudiera predicar la Buena Nueva. Como siempre su obra superó todas las expectativas. Se sirvió de un instrumento inadecuado y demostró a todos que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Así confundió a los sabios a través de uno que no merece ser llamado Apóstol y a ese siervo inútil le hizo feliz como nunca lo había sido.