Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
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- 1. La unidad de la Persona: el
ser Cristo - 2. La unidad psicológica de
Cristo - 3. Algunos aspectos de la
unidad personal de Cristo
1. Los términos hypóstasis, substantia y persona

Etimológicamente, hypóstasis significa lo que está debajo, el fundamento. El Nuevo Testamento lo usa a veces para designar lo que tiene consistencia, la realidad objetiva, por contraposición a lo subjetivo (Cf 2Cor 9, 4; Heb 1, 3; 3,14; 11, 1). Así se usa, p.e., en el Concilio de Nicea, cuando se rechaza la posición arriana consistente en decir que el Hijo es "de otra hypóstasis o de otra ousía" que el Padre, utilizando ambos términos como sinónimos para designar sustancia, naturaleza o esencia. El término hypóstasis se utiliza también para designar a las Personas divinas cuando se les quiere designar como distintas entre sí y, por tanto, su significado viene contrapuesto al de ousía. Así, se dice que en Dios una sustancia y tres personas (mía ousía, treis hypostáseis). La hypóstasis significa, pues, la ousía en cuanto individuada, es decir, en cuanto distinta de quienes participan con ella de la misma ousía. Esto es así en el ámbito griego.
En el ámbito latino, sucede algo parecido. Tertuliano distingue ya entre sustancia y persona. Es él quien comienza a hablar de una substantia, tres personae en la Trinidad, y de dos substantiae y una persona en Cristo. La sustancia es lo que es común a los individuos de la misma especie, la persona es esa sustancia in-dividuada.
Así la unión hipostática viene entendida a partir de la aceptación por el Concilio de Efeso de la expresión kat'hypostasin (unión según la hipóstasis) como una unión en la persona y según la persona; una unión real en la que quien une es el sujeto, permaneciendo distintas las naturalezas.
Boecio define la persona como sustancia individual de naturaleza racional, subrayando lo que la personalidad comporta de concreción e individualidad junto con algo que le es inseparable: su carácter intelectual. Precisamente por este carácter de concreción e individualidad, no puede darse una persona que no tenga una naturaleza, pues si se dijese que una persona no tiene naturaleza sería lo mismo que decir que no tiene ser.
Al mismo tiempo, no puede darse una naturaleza racional existente que no sea persona, es decir, que no esté hypostasiada en algún sujeto. Esto es lo que pone de relieve Leoncio de Bizancio, al decir que lo propio de la persona consiste en ser un un ser para sí, con que subsiste en sí misma.
Ricardo de San Víctor pondría de relieve ya en el siglo XII que la persona la existencia incomunicable de una naturaleza intelectual, destacando que la persona es lo más perfecto en la línea del ser. Es decir, el concepto persona implica unidad, incomunicabilidad, singularidad, dignidad.
Santo Tomás definirá a la persona como "sustancia completa que subsiste por sí separadamente de las demás" *. La palabra subsistencia se convertirá así en concepto clave para entender la noción tomista de persona. La persona es tal, porque, siendo sustancia completa, subsiste por sí separadamente de las demás sustancias. Tomás de Aquino situará en la no subsistencia en sí misma sino en la Persona del Verbo, la razón por la que la humanidad de Cristo —que es completa—, no se puede decir que sea persona humana. La naturaleza humana de Cristo es completa y perfecta en sí misma, y hay que decir al mismo tiempo que no es persona humana, sino que es la naturaleza humana de una Persona divina, porque subsiste con la subsistencia del Verbo que es quien la hace subsistir en Sí mismo. En consecuencia, si según el planteamiento de Santo Tomás, hay que decir de una forma o de otra que Jesús participa del acto de existir del Verbo.
Esta forma de concebir la unión hypostática, tiene innegables ventajas: de una parte, se subraya la unidad ontológica de Cristo y, por tanto, se explica razonablemente por qué el Verbo es sujeto de las acciones de la naturaleza humana de Jesús, es decir, se da razón de por qué las acciones de la naturaleza humana de Jesús son acciones del Verbo, el cual es sujeto responsable de ellas. La comunicación de idiomas por la que se atribuyen a un mismo y único sujeto las acciones de las dos naturalezas, queda explicada por el hecho de que esas dos naturalezas subsisten en una única subsistencia.
Con el giro hacia la subjetividad dado por Descartes, se entra en una perspectiva completamente diversa también en lo que se refiere al concepto de persona. Si anteriormente se definía a la persona desde lo objetivo —la sustancia, el acto de ser—, a partir de Descartes (+ 1650), se la intentará definir desde la subjetividad: desde la autoconciencia del propio yo, desde la capacidad de relación con un tú, o desde la apertura a la trascendencia. Puede decirse que con Descartes comienza a abrirse paso un concepto de persona basado no ya en relación a la autonomía del ser del propio sujeto, sino en relación a su pensamiento, a su autoconciencia. También hasta aquí llega con fuerza el Cogito ergo sum. Por esta razón, aunque resulte tópico, es oportuno tomar a Descartes como punto de referencia en esta nueva visión de la persona. En efecto, para Descartes, la persona se identifica con el yo pensante, mejor dicho, con el yo consciente.
Descartes, dada su antropología dual, coloca la esencia de la persona en el alma en tanto que ser pensante, inextenso y contradistinto del cuerpo, que es sustancia extensa. Descartes aún concibe el alma como algo, como res cogitans, en definitiva, como sustancia inextensa. De ahí que, en un primer momento, no fuese del todo perceptible el giro impuesto al concepto de persona en un planteamiento que ejercerá influencia decisiva en el pensamiento moderno y contemporáneo. En la cuestión que nos ocupa, la profundidad de este giro se verá con mayor nitidez cuando Locke (+1704) niegue la sustancia como realidad metafísica y, por tanto, carezca de sentido hablar del alma como sustancia inextensa. Entonces el yo no será concebido ya más que como mera conciencia de la propia identidad demostrada por la memoria, o como colección de fenómenos internos, o como serie de sensaciones, o como hilo conductor de los acontecimientos, o como resultante siempre variable de los fenómenos vitales.
En principio, no tienen por qué ser incompatibles las perspectivas clásica y contemporánea en que se sitúa el concepto de persona. La racionalidad, y por tanto la autoconciencia y la apertura, siempre formaron parte de la definición clasica de persona. Así aparece nítidamente en la definición boeciana, que entiende la racionalidad como indicativa de la mayor autoposesión y de la mayor apertura al ser. Siempre se ha considerado que la autoconciencia forma parte de la persona, porque en ella se manifiesta la plenitud del ser en sí, la autoposesión del ser que sustenta la capacidad de entregarse. Para darse cuenta de que ambas perspectivas -la medieval y la contemporánea- se requieren y complementan, baste recordar que el concepto de persona en cuanto tal, es decir en cuanto contradistinto al de naturaleza considerada como cosa, entra en el pensamiento filosófico de manos del cristianismo. Como escribe X. Zubiri, el pensamiento griego "tiene una limitación fundamental y gravísima: la ausencia completa del concepto y del vocablo mismo de persona. Ha hecho falta el esfuerzo titánico de los Capadocios para despojar el término hypóstasis de su carácter de puro hypokéimenon, de su carácter de subiectum y de substantia, para acercarlo a lo que el sentido jurídico de los romanos había dado al término persona, a diferencia de la pura res, de la cosa. Es fácil hablar, en el curso de la Historia de la Filosofía, de lo que es la persona a diferencia de la res naturalis, por ejemplo en Descartes y en Kant, sobre todo. Pero lo que se olvida es que la introducción del concepto de persona, en su peculiaridad, ha sido una obra del pensamiento cristiano y de la revelación a que este pensamiento se refiere" **.
Esto explica también el dinamismo de que está dotado el concepto persona. En efecto, en el cristianismo este concepto es clave para hablar de dos misterios centrales: la Trinidad de Dios y Jesucristo. En el primer caso, Dios, que es entendido como Amor (cf. 1 Jn 4, 16), se revela como comunidad de personas constituidas por su mutua relación; en el segundo caso, la unidad de Jesucristo es resultado de la íntima donación del Verbo a la humanidad de Jesus. Esta relacionalidad del ser personal y esta donación se encuentran en los orígenes del concepto persona y está indisolublemente unido a él, de forma que no se puede comprender el significado propio y verdadero de persona, si no se tiene presente constantemente ese origen.
Muchos autores consideran que la perspectiva boeciana no es falsa, pero sí insuficiente. Y es insuficiente, sobre todo, porque el subrayado que se pone en la "sustancia individual" no está acompañado por otro subrayado de igual o mayor intensidad en torno a las características más propias de la persona y que miran a su subjetividad, a su cualidad de ser que se realiza en la relación, en el amor. En este sentido, la perspectiva de Ricardo de San Víctor en torno al amor no está lejos de la perspectiva contemporánea. Precisamente porque se comprende que ambas perspectivas son complementarias en la medida en que apuntan a la riquísima realidad de la persona, son numerosos los esfuerzos realizados para ofrecer descripciones de persona cada vez más completas y coherentes, que no se excluyen. Sólo cuando una perspectiva se alza como excluyente de las demás se produce un reduccionismo inaceptable. Así sucede cuando el inabarcable misterio de la persona se reduce, p.e., a autoconciencia o a apertura, sin atender a que lo finito no es un acto puro e infinito que se fundamenta a sí mismo, sino que es un ser que está recibiendo su existencia de Otro que es esencialmente Amor, y al que refleja, pues está hecho a su imagen y semejanza.
Esta cualidad de imagen y semejanza de Dios otorga a la persona humana una dimensión misteriosa e inefable. Precisamente en su carácter de imagen de Dios radica su carácter de persona. Nos referimos al carácter de señor de sí mismo, a su llamada a autotrascenderse en el conocimiento y el amor que posee el hombre. Como escribiera K. Wojtyla, "el término de persona se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción de individuo de la especie, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección, que no se pueden expresar más que empleando la palabra persona" ***. Así pues, no es de extrañar que entre los teólogos contemporáneos se encuentren descripciones parecidas a ésta: la persona es un individuo dotado de comunicación y de autotrascendencia, haciendo hincapié en la llamada del infinito tan específica e irrenunciable para el corazón del hombre, como ya pusiera de relieve San Agustín.
Pero estas nuevas perspectivas, que ayudan a comprender cómo es muy coherente que la persona divina del Verbo se una a lo humano de Cristo y que lo humano de Cristo esté abierto a esa comunicación divina sin que se disminuya en lo más mínimo ni la humanidad ni la divinidad, plantean también una dificultad no pequeña a la cristología cuando intenta formular cómo es posible esa unidad de persona, si se dan en Cristo dos inteligencias y dos voluntades perfectamente actuantes, cada una conforme a su modo propio de ser. Trataremos este asunto en el tema siguiente.