2. EL MINISTERIO SACERDOTAL DE CRISTO

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

3. Características del sacerdocio de Cristo

Lametaciones sobre Cristo muerto (Bouts)

La unicidad del sacerdocio de Cristo está relacionada con una de las características que tanto subraya la Carta a los Hebreos, citando el Salmo110. Jesús es sacerdote para siempre: Tu eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 110, 4; Hb 5, 6). Melquisedec, que aparece en la Escritura sin genealogía, sin principio y fin de sus días se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre (Hb 7, 3). Se trata de un sacerdocio que tuvo su inicio en la Encarnación y que no tendrá fin. Además, se dice que el sacerdocio de Cristo es eterno, porque sus efectos —la glorificación de Dios y la salvación de los hombres— aLcanzan a toda la historia y durarán para siempre.

Jesucristo es sacerdote en cuanto hombre. Como se señala en la Carta a los Hebreos, todo Pontífice es tomado de entre los hombres y es constituido en favor de los hombres (Hb 5, 1). Este sacerdocio es la razón de su venida a la tierra: Cristo hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo (Hb 2, 17).

Es propio del sacerdote el ser mediador con mediación descendente y mediación ascendente. Y esta mediación se da en Jesucristo precisamente por su humanidad en cuanto unida hipostáticamente al Verbo, ya que, por una parte, el sacrificar y orar son actos del hombre y no de Dios, y, por otra, el valor infinito de esta mediación le viene a la Humanidad de Cristo de su unión en unidad de persona con el Verbo.

Dos características más señala la Carta a los Hebreos en el sacerdote y, concretamente en el sacerdocio de Cristo: vocación divina (ninguno se toma para sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón, 5, 4) y consagración o constitución (tomado de entre los hombres, es constituido, 5, 1). En Hebreos aparece con claridad la vocación sacerdotal de Cristo: Y así Cristo no se exaltó a sí mismo, haciéndose Pontífice, sino el que le dijo: Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado (5, 5); no señala, en cambio, en qué consiste su institución o consagración.
En el texto que acabamos de citar parece insinuarse que esta consagración está precisamente en su ser de Hijo. Se suele considerar que la unción sacerdotal de Cristo, su consagración, no es otra cosa que la misma unión hipostática, por la que la Humanidad de Cristo es constituida verdaderamente en mediación entre Dios y los hombres.

Jesucristo es al mismo tiempo el sacerdote que ofrece y la víctima que es ofrecida. Él es el sacrificio. Este sacrificio viene descrito como muy superior a todos los sacrificios antiguos, que eran sólo su figura y que recibían su valor precisamente de su ordenación a él. El valor de este sacrificio es superior a todos no sólo por el sacerdote que lo ofrece, sino por la víctima ofrecida —de valor infinito—, y también por la perfección con que se unen en un mismo sujeto el sacerdote que ofrece y la víctima ofrecida, que no es otra que el mismo sacerdote, que se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios (Hb 9, 14) y entró una vez para siempre en el santuario, realizada la redención eterna (Hb 9, 12).

Esta perfecta identidad existente entre el sacerdote que ofrece y la víctima que es ofrecida lleva a su plenitud la unidad entre sacrificio interior y sacrificio exterior, la adoración a Dios en espíritu y verdad (cf. Jn 4, 23), intentada siempre en el acto de culto supremo —el sacrificio—, cuando se realiza sinceramente.

Es lo mismo que los evangelios y los otros escritos del Nuevo Testamento dicen sobre el sentido de la muerte de Cristo. En efecto, Jesús habla de su cuerpo que se ofrece en comida, y de su sangre como sangre de la alianza que será derramada por muchos para la remisión de los pecados (cf. Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Co 11, 23-26). El mismo lenguaje sacrificial encontramos en San Pablo: Cristo, nuestra pascua, ha sido immolado (cf. 1 Co 5, 7), se ha ofrecido como oblación y hostia por nosotros (cf. Ef 5, 2), como víctima por el pecado ( Cf 2 Co 5, 21); Él es la víctima propiciatoria (cf. Rm 3, 24). Parecidas expresiones sacrificiales referidas a la muerte de Cristo encontramos también en 1 P 1, 18-19 y en el Apocalipsis, p.e., al referirse a Jesús como el Cordero degollado (Cf Apoc 5)*.

La unidad en el acto sacrificial entre lo ofrecido y el que ofrece lleva a su plenitud lo que es, en cierto sentido, ley universal de todo sacrificio. En efecto, el sacrificio exterior tiene sentido y valor en la medida en que es expresión del sacrificio interior por el que se ofrece a Dios la víctima por el pecado o el sacrificio de alabanza. El hecho de que la muerte de Cristo, en su aspecto externo, sucediese como un ajusticiamiento ordenado por un juicio inicuo y no como una ceremonia litúrgica, lleva al pensamiento de algo que, por otra parte, es evidente y en lo que Nuestro Señor insistió con fuerza: la importancia del sacrificio interior; que el sacrificio exterior tiene valor en la medida en que es expresión del sacrificio interior. Carece, pues, de fuerza negar carácter sacrificial a la muerte de Cristo por el hecho de que no haya sucedido en forma litúrgica. Y al mismo tiempo, el hecho de que el ejercicio del sacerdocio de Cristo, en su ofrenda sacrificial, haya presentado como víctima al mismo Cristo, muestra la perfección de este sacerdocio en el que se da tan perfecta identidad entre el sacerdote y la víctima, entre el sacrificio interior del sacerdote y el sacrificio exterior.

Hablando de la perfección del sacrificio de Cristo, subrayaba San Agustin la estrecha unidad que se da entre el sacerdote y la víctima; la estrecha unidad que se da también en la mediación de Cristo; pues él mismo, que es el único y verdadero Mediador, nos reconcilia con Dios por medio del sacrificio de la paz, permaneciendo uno con Aquel a quien lo ofrece y haciendo uno consigo mismo a aquellos por quienes lo ofrece; y es uno y el mismo el que ofrece y aquello que ofrece **.


* Cf  P. Parente, Sacerdozio di Cristo, en "Enciclopedia Cattolica", 1540-1543.

** Cfl l . San Agustín, De Trinitate , IV, 14, PL 42, 901).