2. EL MINISTERIO SACERDOTAL DE CRISTO

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

4. La doctrina del Nuevo Testamento

El cuerpo de Cristo con dos ángeles (Allori)

Dos veces propone la Carta a los Hebreos expresamente un concepto de sacerdote, y las dos veces lo presenta relacionado con el sacrificio (Hb 5,1-2 y 8,3): Todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados (5,1). Es esencial al sacerdote el pertenecer a la familia humana —tomado de entre los hombres—, y el haber sido elegido y constituido por Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados. La Carta pone de relieve que todas estas características —verdadera humanidad, vocación divina, consagración, relación al sacrificio—, se dan plenamente en Cristo (cf. Hb 2, 11-18; 9, 26; 10, 5-10).

En este sentido, se recoge y profundiza cuanto ya se había dicho en otros escritos del Nuevo Testamento en torno a la mediación de Cristo (cf. 1 Tm 2,5). La mediación de Cristo es muy superior y se encuentra a nivel distinto de la de los profetas (Hb 1,1), de la de los ángeles (1,4-6), de la de Moisés (3, 2-3): (Cristo) ha recibido en suerte un ministerio tanto mejor cuanto Él es mediador de una más excelente alianza, concertada sobre mejores promesas (8, 6). Cf. también Hb 9, 15 y 12, 24, donde la mediación de Cristo es puesta en relación con su muerte redentora.

Esta mediación sacerdotal incluye —se subraya en Hebreos— el que Jesús posee nuestra misma naturaleza y ha tomado sobre sí no sólo nuestra sangre, sino también nuestros sufrimientos y la muerte (2, 11-18). Lo ha compartido todo con nosotros, menos el pecado (4,15), pues convenía que nuestro Pontífice fuese santo e inmaculado para que, sin tener necesidad de ofrecer sacrificios por sí mismo, pudiese ofrecer por todo el pueblo el sacrificio del propio cuerpo y de la propia sangre (7, 26). Se trata de un mediador que no necesita de la mediación de ningún otro; su sacerdocio es perfecto.

La Cartada a Cristo como sacerdote los siguientes apelativos: sacerdote según el orden de Melquisedec (5, 6 y 10; 6, 20, 7, 11 y 17); sumo sacerdote; pontífice misericordioso y fiel (2,17); pontífice de nuestra confesión (3, 1); gran pontífice (4, 14); pontífice santo, inocente e inmaculado (7, 26); pontífice de los bienes futuros (9,11).
La Carta a los Hebreos, en cita del Salmo 110,4, dice que Jesucristo es sacerdote según el orden de Melquisedec, poniendo de relieve que esta expresión se aplica a Cristo por tres razones: a) porque Melquisedec significa rey de justicia, y rey de Salem significa rey de paz, mientras que el reino del Mesías será el reino de la paz y de la justicia (7, 1-2); b) porque Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio ni fin de su vida se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre (7, 3); c) porque fue él, Melquisedec, quien bendijo a Abraham y quien recibió de él los diezmos, mostrándose en esto la superioridad de Melquisedec sobre Abraham y, en consecuencia, la superioridad de Aquel —Cristo— de quien Melquisedec era tipo (7, 4-10). Las referencias a Melquisedec ponen de relieve que el sacerdocio no le viene a Jesucristo por herencia carnal —Él no es de la tribu de Leví, sino de la de Judá— y, al mismo tiempo, manifiestan también que con el nuevo sacerdocio de Cristo ha sido abolido el sacerdocio aarónico (7, 11-19).

El sacerdocio de Cristo —conforme era figurado ya por Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía (7, 3)—, es un sacerdocio eterno (5, 6; 6, 20; 7, 17 y 21), para siempre ( 7, 3; 7, 25). Jesús, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio perpetuo (7, 24); siempre vive para interceder por nosotros (7, 25). Sin embargo, su sacrificio sacerdotal, su inmolación, tuvo lugar una sola vez (9, 11-14 y 26-28). Y por su muerte, con su sangre, selló el Nuevo Testamento; por eso es el mediador de la Nueva Alianza (9, 15).

No es eterno, en cambio, el hecho mismo del sacrificio ofrecido por Cristo en la cruz, que tuvo lugar una sola vez: Cristo, habiendo ofrecido un sólo sacrificio por los pecados, se sentó para siempre a la diestra de Dios (Hb 10, 12; Cf también Hb 7, 27; 9, 12. 26. 28). En el cielo ya no puede volver a sacrificarse. En este sentido, como hemos visto, la Carta a los Hebreos es clara y explícita: Cristo, por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Santuario, consiguiendo así una redención eterna (Hb 9, 12).

Si bien es verdad que el sacrificio de Cristo tuvo lugar una sola vez, eso no quiere decir que Cristo no siga ejerciendo eternamente su sacerdocio. En efecto, la función sacerdotal de Cristo no terminó con su muerte, sino que permanece para siempre: glorificado, está sentado a la diestra de Dios Padre como Señor del universo y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. La Carta a los Hebreos nos lo describe ejerciendo en el cielo su mediación suplicante en favor de los hombres (Hb 7, 25; 9, 24). Esta permanente intercesión en favor nuestro está relacionada con el sacrificio ofrecido en la Cruz; Cristo entra en el Santuario mediante el sacrificio de la propia vida (Hb 9, 12. 22. 24 25). También San Juan describe el ejercicio del sacerdocio de Nuestro Señor en el cielo como intercesión en favor de los hombres; intercesión que se encuentra en dependencia del sacrificio ofrecido en el Calvario: Tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo, justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1Jn 1, 2). También aquí aparece unida la intercesión de Cristo a su inmolación, a su sacrificio, que se renueva —el mismo sacrificio, no otro— en la Eucaristía.